lunes, marzo 01, 2010

De tiendas

Fue un arrebato. O el recuerdo resacoso de una noche estúpida. Pero al ir al baño, al mirarse en el espejo, supo que no era la misma persona, que sí lo era, en realidad, pero no era igual, aunque se sentía como si siempre hubiera sido así. Tenía un recuerdo lejano del ayer, de su viejo yo.
Recodaba una novela, o un artículo sobre alguien que se despierta y es otra persona, en el reflejo hay otra persona. Pero se veía igual que siempre. Y aun así sabía que no lo era.
Decidió ir a trabajar. Vestirse fue raro. Salir a la calle aun más. Pero el silencio de la oficina le confirmó que ya no era como antes. Nadie se acercó, al principio, a su mesa. Solo dos compañeros fueron a saludar, no sabían si reír, celebrar la broma o llamar a un médico.
Su jefe, un psicópata con gran porvenir en la empresa, decidió tomar la iniciativa y a la hora de comer se encontró en la calle con todas sus cosas.
En la cafetería de siempre sentía los mismos susurros. Solo el camarero miró sin disimulo, sorprendido, riendo y al cabo con una gran sonrisa. Invitó al café y sus dos besos de despedida le quitaron el frio de la soledad que estaba sintiendo.
A la tarde se fue de tiendas, tiendas que no conocía, que eran todo un descubrimiento.
Solo tenía un vestido que su ex-novia había olvidado en casa, y necesitaría mucha ropa nueva para su nueva vida.

martes, febrero 16, 2010

reVolver

de Irse
y no Irse, de Volver
y reVolver

de Estar y Seguir. de eso y mucho más, o de nada, en fin.

miércoles, octubre 15, 2008

de lo real y lo divino



La segunda vez que perdí la virginidad fue también con una extranjera, francesa para más señas. La primera vez, bueno, no tengo claro como considerarlo. En verano mis padres tenían añoranzas de su época juvenil, de antes de volver a España, y les entraban ganas de salir de viaje. Así que cargaban la furgoneta, un colchón, comida, bebidas y el suficiente costo, aunque de esa parte tarde algo en enterarme, me dejaban en el pueblo de mi tío, y allí, a pie de playa, se despedían por un mes.

No eran malos padres, no, lo cierto es que llegado junio estaban insoportables, y llegadas las notas estaban aun mas insoportables, y yo estaba insoportable, y todo era insoportable, así que lo mejor para todos era que se fueran, ellos felices, yo feliz y mi tío, bueno, mi tío siempre estaba feliz, no es que se drogara mucho ni se pasaba todo el día borracho, simplemente era feliz. Lo decidió con casi veintiséis años. Dijo voy a ser feliz, cambió la cara, cambió los hechos, algunas costumbres, cambió, poco a poco. Lo se porque estaba delante, el veintitrés de julio del ochenta y cuatro, siempre celebró esa fecha, comiendo ensalada y revuelto de setas. Se levantó, tirando el vaso de vino, y permaneció así largo rato, mirándome, aunque creo que no me veía. Luego dijo voy a ser feliz. Bueno, dijo estoy harto, hasta los cojones, voy a ser feliz, pero entonces yo aun intentaba no decir palabrotas. Luego se paso el resto de verano intentándolo. Le costó, bien que le costó. Pero lo ha conseguido. Yo creo que le quiero imitar, aunque ese día no me comí el revuelto de setas, quien sabe.

Pero no fue ese verano, la primera, no, fue dos después, tenia ya catorce años, o quince, según lo cuentes. Y mientras las luces de la furgoneta desaparecían mi tío decidió que era buena hora para bañarse desnudo a la luz de la luna. Así que le miraba desde la arena, sentado en la maleta, esperando, cuando llegó un grupito de chavales, por como hablaban alemanes o rusos o algo así, y al pasar me miraban, miraban a Alberto, mi tío, me miraban y reían, no entendía nada, pero allí estaba la tía más buena que había visto nunca, un angelillo rubio con un cuerpo de diablesa. Me dejó sin habla, en blanco, sin reacción. No, no fue ella, ójala, porque a ella no la toqué nunca, supe su nombre e incluso una vez hable con ella, pero nada. Si lo cuento es porque estaba increíble y porque fue por ella que hice por conocer al grupo ese.

Cosa que me llevó casi veinte días del mes que estuve. Una chapuza. Y para cuando les conocí se iban al día siguiente. Lo bueno, que se emborracharon bastante, lo malo, que me emborrache bastante. Terminé en la playa agarrado a una chica o ella agarrada a mi, nos separamos, lejos, bueno, ella sabia bastante más, yo andaba perdido, nos bajamos los pantalones, todo, llenos de arena, torpemente, y allí, sin preservativos, sin pensarlo mucho, nos dispusimos a hacerlo, que nervios, que emoción, así que rocé con el pene entre sus carnes, note el calor, los ojos cerrados, empecé a moverme un poco, ella gemía.

Y me corrí, así, sin más. Me temblaba todo. Abrí los ojos, a la altura de su pecho, mi semen alrededor de sus muslos, no llegué más lejos. Por suerte, ya digo, ni gomas ni nada. Yo mareado, ella seguía gimiendo, o eso me parecía entonces. La mire lo justo para verla vomitarse encima. Y yo encima de ella, por solidaridad.

Bueno, no se si definirlo como perder la virginidad. Aunque la toque el pecho y bueno, también lo demás, bueno, no, porque no me dejó, pero casi, un poco, al principio. Hubiéramos follado, pero no me dejó tocarla. Son cosas que sigo sin entender. Empezaba a amanecer, ella tumbada, medio dormida, con una pinta asquerosa, yo borracho, abochornado, un puñetero crió. La vestí como pude, la limpié como pude, la acomodé como pude y me largué. No salí de casa el resto de las vacaciones y nunca me alegré tanto de que apareciera la furgoneta. Por suerte ese grupo nunca volvió a veranear por allí. Aun así a veces me acuerdo, y se me cae la felicidad al suelo, una mezcla amarga de frustración, vergüenza y la propia estupidez. Somos lo que hacemos, o hicimos, somos nuestros propios recuerdos. Luego me acuerdo de Alberto, del revuelto de setas y algunas veces no tardo mucho en volver a estar feliz.

Esa fue la primera vez. Tuvieron que pasar unos años para que pudiera tener nuevas experiencias. Mucho instituto, mucha chica, muchas compañeras de curso, pero lo único que tenía eran calentones, despechos ó meteduras de pata garrafales. También otras cosas, vale. Que estaba obsesionado, pues si, lo normal, pero no tanto como para portarme como un cabrón. Supongo que el regusto de aquella playa me hacía pensar algo más en lo que se podía sentir, el daño que podía hacer, intentar ser buena gente. Vamos, que ni una rosca yendo así.

Volvía en julio a la playa, a salir con los otros veraneantes, a emborracharnos, incluso algún beso casi robado, a pasarlo bien con el grupo y no comerme mucho la cabeza. Lo cierto es que estaba muy bien. Y a observar la búsqueda de la felicidad de Alberto. Su vida disoluta, su falta de expectativas, a lo que viniera, sus ligues, largos o cortos, aquellas mujeres que pasaban por la casa, verlas tomando el sol en la terraza, me trataban como lo que era, un chaval, no una mascota, pero no andaba lejos, así que en parte me aprovechaba, las escuchaba, las espiaba al tomar el sol, sueños gloriosos los de aquellos tiempos. Se que Alberto se daba cuenta, se que lo sabía y se que se reía y a veces me tendía trampas con algunas de ellas. Menudo cabrón. Supongo que le envidiaba, le envidio, menos, ya no tengo necesidad, que cabrón.

Un año crecí, no es que me hiciera más mayor, ni que madurara, eso son bobadas de autocomplacencia juvenil. Simplemente crecí, casi quince centímetros en un año. Así que aparentemente me hice mayor, aunque era el mismo imbecil, o lo que fuera que fuera, que antes. Aunque comparado con los compañeros del instituto ahora finalizado no era ningún imbecil, menuda panda. Pero lo que importaba aquel mi último verano, aun no lo sabia, pero era el último, era la apariencia. Y por lo menos algo más si que aparentaba.

Cuando llamé a la casa me abrió Elisa, una francesa que había conocido en semana santa, cuando comieron en casa camino de Marruecos y no se que otros sitios de África. No era muy guapa, pero al menos si bastante simpática. Alberto escribía en el salón. Nunca supe lo que escribía, de la vida, de las experiencias, de lo bueno, de lo malo, de las palabras y de los colores, me respondía de diferente manera cada vez que le preguntaba pero no me dejaba leer, y nunca le espié, a veces me arrepiento, pero creo que me siento orgulloso. Aunque joder, nunca he sabido que escribía. Igual eran bobadas.

Ella tomaba el sol desnuda en la terraza, paseaba por la casa solo con la braga, o con la parte de abajo del biquini, o con unas camisetas grandes, blancas, finas, lo cual era casi peor. Fue estupendo el primer día, pero a la vez me empezó a resultar incómodo, no la quería mirar y no podía evitarlo, no quería excitarme y no podía controlarlo. Me hubiera pasado los días masturbándome de forma compulsiva, y en parte no me hubiera importado, pero vivía con ella, me caía muy bien, era la chica de mi tío, no, no podía.

Así que terminé pasando casi todo el día fuera, la mayor parte del tiempo, comidas y todo en casa de Marcos. Le conocía de todos los años, incluso nos veíamos, a veces, fuera del verano. Sus padres conocían a los míos y no tardaron en semiadoptarme. En parte no les gustaba mucho Alberto, en parte pensaban en mí, abandonado cada verano, como en un pobre huérfano con necesidad de padres. A veces Marcos y yo lo discutíamos y casi siempre llegábamos a la conclusión de que el era bastante más huérfano que yo. Pero eso no se lo dices a unos padres, nunca. Así que capeábamos los ratos pesados y seguíamos a lo nuestro. A mediados de Agosto se fueron una semana a no se que temas de los abuelos, unas gestiones, y nos dejaron a los dos huerfanitos allí. Ya ni iba a dormir por casa. A veces, de paso, a saludar, a por ropa, a por dinero. El día que fui a decir que íbamos dos días a las islas me encontré con Elisa, o eso pensaba, en la cocina, no la miré mucho, hasta que me di cuenta que llevaba vaqueros, camiseta, iba vestida.

No era ella, claro. Así que descubro el día que me voy unas noches que Elisa tiene una hermana pequeña con una nariz preciosa y un cuerpo aun mejor, que no habla español, pero que no importaba porque solo la oía, la sentía. En cinco minutos me enamoro, locamente, salvajemente. Escribo una nota, farfullo algo, dejo el recado, me lo pienso, dejo la excursión, vuelvo a hacer la bolsa, la dejo, doy saltos por la habitación, me miro al espejo, y grito, sin voz, imbecil, tú eres imbecil. Ella se va a los dos días, puede que no la vea, sigo botando y gesticulando hasta que la veo en la puerta, riendo, también, sin voz. Cojo la bolsa, el saco, tartamudeo algo, salgo junto a ella, ando, paro, vuelvo, la doy un pico y salgo cagando leches, con una risa detrás. Pasan casi cuatro horas hasta que vuelvo a decir nada coherente, ya en las islas.

De allí vuelvo directo a casa de Marcos. No quiero ni pasar por casa. Esa tarde apareció Alberto. Se iba esa noche con Elisa a casa de unos amigos. Yo tenía que quedarme en casa por el problema de la cocina, que tenía cierto truco. Estephanie salía al día siguiente, y no se qué excusa más. Le miraba, me lo explicaba, feliz, y sabía que lo sabía, sabía que se reía y que no se reía, que seguía con su felicidad y que me lo quería hacer ver. Que cabrón, lo sabía, me dejó allá en casa sabiéndolo. Solo pude hablar a medias, casi no la miraba, trate de no cruzarme, de no rozarla, me aleje al máximo. A veces la pillé sonriendo, divertida. Me fui pronto a la cama. Al rato volví al salón, farfullé en mi escaso francés lo siento, disculpa, fui un tonto, y sin tiempo a más volví a huir, a la habitación, deseando que se fuera pronto al día siguiente, deseando que se quedara para siempre.

Esa noche perdí la virginidad, otra vez, con ella. Supongo que Alberto sonreiría donde estuviera. Supongo, no lo se, en un momento de la noche me desperté y estaba en la silla, mirando, yo debía estar aun soñando, así que en mi sueño la hice levantarse y acercarse, la hice que me besara, la besé, la deje desnudarse y me fui perdiendo en su cuerpo, en su tibieza y su olor deseando no despertar, aprendí a hacer cosas que ya sabía hacer, la dejé que me tocara, que me desnudara, busqué un preservativo. Bueno, a esa edad tienes el tema de los embarazos muy metido, así que lo incluí en el sueño. Busque la goma, la única que tenía, habíamos comprado no se que día con Marcos y el resto. Solo me quedé esa. Me acerque, nervioso, me acarició con la mano, me agarró.

Y me corrí, otra vez, sobre sus piernas, en el preservativo. En mi único preservativo. Me fui para atrás, caí de la cama, disculpándome, y no me despertaba, seguía dormido. Así que en realidad estaba despierto, cosa que ya sabía pero me costaba creer, cómo me lo iba a creer, para estas cosas están las películas, los libros, no tu vida. Miraba el condón lleno, a ella, la puerta, a ella. Se reía. Con gracia. No de mi, simplemente se reía. Por lo menos no la había vomitado.

Hicimos el amor. Bueno, no lo hicimos, pero lo hicimos. O al menos a mi me gustó más que otras veces que sí que lo hice. De hecho la primera vez que lo hice fue un desastre, ni divertido ni para recordar. Con Estephanie hice el amor. En la felicidad que venia de la casa de Alberto ese fue mi recuerdo.

Ella se fue antes de que yo despertara. No la he vuelto a ver. Todo sigue. Llegaron mis padres y volví, a la universidad, a las cosas. Alberto y Elisa dijeron de viajar, de ver que había por ahí. Y se fueron de viaje. Hace catorce años. Me mandan postales de su felicidad o de lo que sea que hacen. Le envidio, les envidio, lo intento, lo consigo. A veces no.

Estoy en mi cocina, mirando la silla vacía. Eduard se fue hace ocho meses, a Canadá, esta vez para siempre. Vivimos juntos los últimos cinco años. Fue mi primer novio. Así que la tercera vez que perdí la virginidad fue, de nuevo, con un extranjero. Aunque creo que la virginidad se pierde, y se encuentra, cada vez. O nunca. Qué lo mismo da. Me acuerdo, ahora, de estas cosas, de estas historias.

Eduard se fue. Estoy de pie, el café tirado. Me he levantado, he gritado estoy harto, voy a ser feliz, joder, ó mierda, o carajo, no se. Pero no me ha contestado nadie. No hay nadie. Tengo la tele puesta, hace 8 días que fue el tsunami. Siguen hablando de ello. En la imagen una playa arrasada, unas montañas extrañas al fondo.

Sobre la mesa una postal con esas montañas. La recogí ayer noche. Están muy bien, los dos. Les gustan esas tierras, esas gentes. Como siempre me dicen que lo haga, que lo sea. Se que están bien, que se divierten, se que ríen en las noches. Les respondo sus besos, en voz alta. Se que son felices, que eso es lo que eligieron. Miro la tele, el número de teléfono de familiares. No lo apunto, pongo la postal en el corcho, junto a las demás. Lo que sea está bien, seguro. Cómo te envidio, cómo te agradezco. Yo soy.

Lo intento, al menos. Que cabrón, creo que me voy a hacer un revuelto de setas.

lunes, octubre 13, 2008

La larga espera del Amari


El mar, ó la mar, la amante cruel. Moviendo sus aguas, meciendo su quietud, se acerca a las tierras secas, trepa, desde el fondo, desde lo más tenebroso de su enorme ser, elevándose, llamada por la luminosidad aun no vista. Se alza la mar entre las murallas de piedras y arena, agita los corales aferrados en su seno, lucha contra si misma, alzándose sobre la tierra, saltando, alcanzando el cielo añorado, flotando en el aire frágil, para caer, para volver a su ser, regresar a ese su único cuerpo, ese su lugar. Alejándose siempre, para volver una y otra vez. Quiere la mar escapar de si misma, quiere ser, quiere jugar en otros paisajes. Quiere la mar, y no puede. Quizás se encuentre cansada ya de sus viejas compañas, meciendo la calma de los bancos de peces, acariciando la áspera piel de la ballena que se sumerge en su seno, gozando del dolor de la cicatriz del pequeño barco, salpicando con gotas tan grandes como el mismo océano, tan llenas de si misma como el basto horizonte, salpicando el rostro curtido del marinero, iluminado en el trueno lejano. Quiere la mar escapar, quiere jugar, mas se encuentra sola en su juego. Llora la mar en olas de espuma, llora en gemidos contra la tierra, canta el dolor de su soledad, arrullando la noche.

Desde la cocina del bar, a pie del pequeño puerto, Carmen se asoma a la sala. Esta madrugada el silencio es mayor, diferente al silencio de los hombres recién levantados. Callados en el temor, alguien rompe con un chiste fácil la tensa espera. Siguen algunos comentarios, alguna chanza, incluso risas, alejando la negra noche aun cerrada. Se seca las manos en el turbio trapo de su cintura, mirando de reojo el aceite caliente. Prepararé más café. Hoy la mañana puede que se haga larga, piensa mientras calcula qué comida sacar de la cámara, cuánto pan mandar a comprar. Mira por el ventanuco hacia el lejano mar, invisible todavía, con un escalofrío que la recorre el cuerpo.

Escucha la campana del microondas desde el baño. Con la camisa a medio abrochar busca el café, demasiado caliente, y lo templa con un poco de leche fría. Un par de galletas y una manzana que guarda en el bolso al volver al baño, a lavarse los dientes. Llega justa, muy justa. Se entretuvo hablando por teléfono con Juana, calmándola, apaciguando su miedo. Sale a la calle, casi corriendo, hacia la parada del autobús. Nota en el conductor la tranquilidad que le asoma al verla aparecer, la costumbre de los días, los años de tomar el camino de la ciudad. Se sienta donde siempre, cansada, sabiendo que el sacrificio de madrugar merece la pena, que quiere a esa gente, ese pueblo suyo. Sube rugiendo el autobús la cuesta última, antes de la curva. Desde arriba Andrea mira al mar, abajo, buscando. En la lejanía la oscuridad queda rota por los rayos. Solo eso, ninguna luz perdida. El autobús gira, internándose en el bosque, hacia la ciudad.

Víctor se cruza con el autobús poco después del cruce. El pequeño camión va tomando las curvas con calma, lejos de la habitual brusquedad. Ha encendido la radio hace poco, cuando ya casi había llegado. No le merece la pena dar la vuelta, a tantos kilómetros del mercado, pero ya no tiene prisa. Aparca en el lugar habitual, sin nadie, esta vez, que le espere. Camino del bar mira al Ubel bajo la luz de las farolas, vacío, mísero, algo roto. Se sube el cuello del jersey en los últimos pasos, antes de empujar la puerta. Saluda a los conocidos, sin preguntar, no hace falta. Con el café en la mano, esperando al bocadillo, lee el periódico y entra de vez en cuando en la conversación. Se siente parte de ellos, y a la vez se sabe fuera, lejos, de otro mundo. Asomado al fondo de su taza, se acuerda de su hijo que se estará levantando, de la mujer, que ya habrá desayunado y saldrá pronto a la pescadería. Asomado al pozo negro de este café espera al amanecer. El ruido de la debilitada tormenta entra cuando abren la puerta. Aunque hace calor dentro encoge los hombros y vuelve a subirse el cuello del jersey con un escalofrío, con ganas de irse y de permanecer allí.

Abre la puerta de casa con dificultad, las manos casi heladas y sin fuerza. Sube las escaleras sin hacer ruido para asomarse a la cocina a saludar a Itchiar, un gesto, un asentimiento de respuesta, con una pregunta en la cara. Calla, negando. Se acerca a la habitación de los pequeños. Desde la oscuridad les siente dormir, la respiración profunda, el ligero crujir de las sabanas al agitar los pies. Necesita darles un beso, un abrazo, pero no quiere despertarles, es muy pronto. En la cocina se quita el abrigo húmedo de sal y agua. Lo cuelga cerca de la calefacción y toma una taza limpia. Itchiar ya ha calentado leche y la acerca el cacao y las pastas. La radio, bajita, va dando las noticias, al final, de pasada, se reconocen. Idoya aprieta fuerte la taza, busca su calor, y deja escapar un pequeño grito sordo mientras su hermana la abraza besándola en el pelo. En la ventana empieza a entrar la luz del que parecía lejano día.

Jose, Iván y Esteban salen del bar a la fría mañana y se encaminan al barco. Desde el muelle miran las cajas esparcidas, las que quedaron sin recoger en el precipitado regreso. Colocan las que no ha roto el viento, arrojando a un lado las otras, pocas, por suerte. Desde arriba es fácil ver la desolación en la cubierta, el aparejo seguramente roto, aplastado cuando los barrieron las últimas olas. Los daños no son muy graves, no lo parecen. Bajan al Ubel a ordenar y revisar el barco. Encienden las luces, colocan, arreglan y reparan los pequeños destrozos. Van calculando los costes, los tiempos que tendrán que dedicar antes de volver a salir, ocupando la mente y olvidando cuanto pueden la noche, la tormenta. De vez en cuando alguno se para, mira la bocana del puerto, pensativo, silencioso, esperando que suene la bocina que anuncia la llegada de un pesquero. Esperan, pero solo llegan los chillidos de las gaviotas, las olas contra el espigón, la mar. Bajan los ojos, un momento, y vuelven al trabajo.

Como casi todos los días de sus casi noventa años se ha levantado mucho antes del amanecer, sin despertador ni reloj alguno. Hoy ni siquiera le hubiera hecho falta darse algo más de prisa para preparar el bizcocho que tanto les gusta a sus nietos. Hoy ha pasado la noche en vela, tumbada bajo el pesado edredón, sintiendo el vibrar de los cristales con el viento y los truenos, mirando el crucifijo sobre su cabecero, rezando una y otra vez. No quiere más funerales, salvo el suyo, no hay derecho a que haya tenido que enterrar a tantos queridos, tantos amigos. Viuda, huérfana de hijos y nietos, recuerda que hace cinco días fue con sus nietos a ver el pequeño panteón de sus santos, lleno de nombres y vacío de cuerpos, acercándose, como desde que era niña, al acantilado para lanzar las flores a la mar, a la tumba de sus amores. No queda justicia, no puedes ser tan cruel, le grita en su interior al cristo cada vez que vuelve a la cama de ir a mirar por la ventana del último piso. Ha preparado el bizcocho, con el mismo cariño de todos los días que vuelven los barcos de faenar, y lo deja enfriar un poco en la galería. No se ve la mar desde allí, solo el cielo encapotado, más tranquilo, y la calle silenciosa, desembocando en el puerto. De lejos ve el movimiento en el bar, en la ventana empañada, la puerta que se abre y el asomarse de una sombra a mirar el horizonte. Clarea, poco a poco, mientras se aleja la tormenta. La bocina, callada, sigue sin responder a sus oraciones.

Desayuna en silencio, notando en madre la tensión de la noche, mirando a padre, que sabe que debe dejarla sola ahora, que aun no es momento de decir nada, de hacer nada. Sin hambre va comiendo las galletas, por rutina, mirando como absorben la leche templada, como se doblan empapadas, dejando que se derrita en su boca la pasta formada. Se rompen algunas y las deja flotar en el tazón, las deja hundirse en la pequeña mar blanca. Suelta la cucharilla con algo de brusquedad y de un largo trago acaba. Gorka coge la cartera, y al pasar junto a madre, al decir adiós, siente un deseo irrefrenable de abrazarla, de que le abrace, de besarla. Acerca la mano a su hombro, en un gesto inhabitual, y madre le roza el dorso con los dedos húmedos de agua tibia, todos los besos, los abrazos, todos están dados. Sale de la puerta con la mirada de padre, orgulloso, feliz de que marche a las clases, lejos de la mar, lejos de ese oficio de dolor y miseria. Camina por la calle mientras se apagan las farolas, aun oscuro. No tuerce a la derecha, hoy no irá a clase, como tampoco lo harán Edurne ni Amagoya ni su primo Jorge. Baja al puerto, no hacia el bar, en el centro, sino a la derecha de la bocana, cruzando la explanada hasta el comienzo del espigón, andando por el camino de hormigón, con el suelo empapado, el agua aún salpicando al chocar contra los bloques, pero ya sin peligro. Sube a la pequeña atalaya del final, y se asoma al mar, a las miles de crestas blancas iluminadas por la creciente luz, al horizonte vacío y limpio. El también quiere ser marinero, lo ama desde joven, cuando se escapaba de noche a ver vaciar las cajas de pescado. Buscará su oficio en la ciudad, lejos de los barcos, como decidió el día en que su tío le llevó a este mismo espigón y le hablo de su amor, de la amante cruel, de sus muertos flotando en su seno, de su alegría y su dolor que lo empaña todo, mientras le pedía que por su vida, por el amor de su hermana, su madre, se alejara de aquello, de ellos. Mira la mar, esperando al Amari, donde llevó el paquete de madre al tío ayer mismo, ni un adiós le dijo. Se habrá estropeado la vieja radio, por eso no dan señales, se repite, quiere creer, quiere saber, pero poca esperanza le queda ya. Tiembla, de pie, salpicado por las olas, notando la sal que le moja los labios y abre las viejas y eternas heridas.

El viejo Pedro, el experimentado piloto, que mira la ventana, a través de las cortinas, la línea de la colina recortada en el amanecer, los árboles brillando, ocultando aun el sol naciendo. Maldice su buena suerte, avergonzado, sintiéndose culpable, sabiéndose inocente. Golpea la mesa con su mano sana, derramando la taza del nieto, que le mira asustado, sorprendido, que ríe en su inocencia a su abuelo callado, levantando en él una sonrisa mientras se pone como puede el jersey de lana vieja, grande como era él de joven, la manga derecha agarrada al cinturón, el brazo en cabestrillo, escondido, el brazo roto que le libró de este viaje. Sale a la calle el viejo piloto, de la mano de su nieto que ríe al día que nace, el nieto que nace a la vida que sigue viniendo.

Lame los campos, sin prisa, al galope en las grandes mesetas, lenta en las pequeñas montañas, con suavidad va tocando las hierbas, las pequeñas casas, colándose por las calles que despiertan, soplando entre las copas de los árboles, jugando al escondite eterno con la noche que le precede y le sigue. Parece que para un momento el sol sobre la ultima colina, un segundo que deja que pase más lento, saboreando el placer que le llega ya, lanzándose por fin para desbordar con su luz la acogedora bahía, para sumergirse en el agua y bucear entre sus corrientes, chocando en pequeñas explosiones de color con los pequeños peces. Deja el día volar su luz hacia el horizonte, en un viaje siempre de ida, quedando atrás para siempre cada momento de gozo. Salta entre las últimas rocas reptando por el viejo espigón, envolviendo la temblorosa figura del joven con todo su calor, buscando en el, amándolo y abandonándolo feliz, sin apagarlo, al contrario, como un pequeño faro de esperanza que ilumina el día que crece, el azul que rompe ya los jirones de la muerta tormenta.

Danza la mar en su soledad, jugando con el tiempo, saltando y durmiendo, dejándose llevar entre sus cauces. Siente los cuerpos que la atraviesan en movimientos ondulantes, casi aleatorios, siente los cuerpos que flotan inertes, alimentando la vida que la llena, mientras les deja caer a sus abismos. Disfruta de las cicatrices que la marcan en su rostro variable, agreste a veces, calmado tantas otras. Aburrida, quizás, de este pequeño divertimento en la oscuridad, se aleja hacia si misma, dejando atrás heridas y miedos, despreocupada e inocente, la mar, amante que abandona a sus amados, busca en los océanos mientras escucha, lejano, perdiéndose, el sonido de la bocina que penetra sus aguas.

de los días del azar, 9 de Noviembre de 2005

viernes, octubre 03, 2008

Alunizante


Ha sido tremendo, alucinante, no se lo va a creer cuando le cuente.
Todo empezó porque tengo una enfermedad bastante rara que hace que, en cualquier momento, de repente, me quede

jueves, octubre 02, 2008

El sueño de Hakim Ibi Eissaledha.


Aun noche cerrada. En el minarete del este comienza el cántico, maltrecho por un viejo altavoz. Mientras se arrodillan ensimismadas las engalanadas torres, se hablan, se escuchan, se miran y callan, dejando volver de nuevo la noche al reino de los gatos.

La tierra circundante, oscura, yerma, torna rojo vivo, salta la chispa de esta rara luz de roca en roca, se agita, se viste de colores. Ocres laderas, verdes valles escondidos, negras paredes pétreas, desde amarillas arenas y calidos azules llegan voces y ruidos. Corre el agua entre secas ciudades de adobe. Gentes de mil tonos que se miran y sonríen, marchando al alba a su pobre jornal, mujeres que sufren su condición en su eterna sombra diurna.

El turista mira desde la terraza de la cafetería, verde vaso en la mesa, el pasar de las gentes, mulas, bicis, carros, coches, restos y basuras. Mientras disfruta del para él ininteligible recitar místico de la canción, observa como el niño escruta los dulces aceitosos de la panadería, como duda, y sigue su camino a la escuela. En el último momento sus miradas se cruzan, y se van. El turista termina su té, paga y marcha a sus mapas, sus guías, sus intentos de entender, su silencioso rechazo.

Hakim corre en su segundo día de escuela. Un cuaderno maltrecho, un bolígrafo regalado, y ganas de ver a los amigos del pequeño barrio. Rugen sus tripas al ver los deliciosos dulces, pero hoy no puede ser. Alejándose observa al turista. Le olvida, mientras sueña.

Algún día iré a Europa, algún día seré rico, como tú.


23 de septiembre de 2005

miércoles, septiembre 24, 2008

Torna gris



Se torna gris. Hace unos días llegó el otoño.
Gris, el cielo encapotado. Gris, el aire pesado. Gris, la cortina de lluvia. Gris, la mirada cansada. Gris, el arbol muerto. Gris, un otoño más.

Sucede que a veces, como bien se dice, el arbol no nos deja ver si hay bosque.

Gris, Rojo, Naranja, Verde, Amarillo, Negro, Azul, Blanco, Marron, Gris.

martes, septiembre 23, 2008

Flotando sobre vientos y sales

El area esteril

No se si estoy aterrorizada o esperanzada. No lo se, no lo tengo nada claro, pero mientras pasan las luces, los techos, empiezo a recordar las películas en las que veía esa imagen, ahora tan diferente. No aparece el policía tranquilizándome, no aparece Clooney ó algún otro galán preguntando mi nombre, no hay carreras, no hay sangre ni calibres 33 ni heroínas poco creibles.

Así que de vuelta a la realidad recorro los pasillos tumbada en la cama, asistiendo a las miradas curiosas de todos los visitantes que pululan por los pasillos, la enfermera, simpática a medias, ni joven ni vieja, la puerta que se abre, el color que cambia.

Y el olor. Ese olor que me acongoja desde pequeña, desde aquellos viajes a quirófanos tan diferentes, otros tiempos, pero el olor es el mismo. Asociado al miedo, al dolor, a esa inseguridad que aparece cuando tienen que arreglarte algo, unos huesos infantiles rotos, una muñeca partida, un cuerpo adulto que ha decidido trastornarse y está rematadamente gilipollas, viajando al suicidio. El olor a quirófano es como una patada, un cachete molesto en la frente que te dice, ey, estás aquí, qué pensabas, no era un cuento, es lo que hay, así que a ver si tenemos suerte. Sigo pensando en estas bobadas, me como la cabeza, le doy más vueltas y casi ni me doy cuenta de que ya estoy sobre otra camilla, que empieza a haber mucha gente alrededor, que tengo una cortinilla bajo la barbilla, los ruidos, los bips, los fríos sobre la piel ahora desnuda, sustancias, cremas, sensores, frío. Acojonada, lo único que quiero es irme de aquí. Me mearía de terror, claro, si no fuera por la sonda, y la tontería casi me hace reír, histérica, no se.

Y me preguntas qué tal, solo veo tus ojos marrones, sobre mi cabeza, encima, o a un lado. Y me hablas, y me intentas calmar, o explicar lo que me estás haciendo, un momento, será un momento, así que mientras tanto, dónde quieres viajar, dónde quieres que viajemos, tenemos un rato para viajar, dime, dónde me llevarás.

Y mientras te contesto me quedo dormida, en tu voz, en tus ojos, cojo ese tren y me balanceo al sonido dulce, hacia ese lugar añorado, ese pueblo perdido en el que una noche me llevó a encontrarte acostado junto a tu tienda, esperando, y la luz del amanecer cuando bajamos a la playa, como llega el día, el único día que te vi, viajo allí y no se porqué recuerdo algo insustancial, sigo dormida y sin embargo te oigo y me llevas, vuelvo a ver tus ojos, vuelvo a lanzarme al silencio, de tu mano, de la nieve pisada, el ruido opaco al hundir las botas, el silencio del valle de picos, solos, los amigos, yo, tus ojos, me entierro en la nieve, quiero reír.

Me despierto, y no recuerdo nada, no estoy segura, aun lo tengo presente, pero se que, como algunos sueños, lo olvidaré ahora, para siempre, sigo aquí, y me dejo llevar por las olas de tu voz, me dejo flotar en ese tu rostro extraño, desconocido, entrevisto en tu mascarilla, hacia la nueva vida o hacia el final augurado, nado en tus cabellos.

Acojonada, vuelvo por el pasillo, algo mareada, resurgiendo, y vuelvo a seguir aterrorizada, y esperanzada.

.




miércoles, junio 18, 2008

el Cerro Torre

En dos palabras.

martes, junio 17, 2008

Los cafes (I)


por estocolmo, casi un año

Los otros lugares



En los otros lugares..

lunes, septiembre 17, 2007

las cosas más complicadas

ocurre a veces que las cosas más complicadas en el fondo son las mas simples, y que las cosas más sencillas se convierten en las más duras de afrontar.
¿el miedo? ¿la vagancia?
un año despues quedan muchas cosas, muchos recuerdos, muchos olvidos. se podría analizar, pero, ¿merece la pena?

lanzarse, al vacio del futuro, lanzarse.
es tan, tan acojonante.

martes, septiembre 26, 2006

Play

El deseo de escuchar, de sentir las letras cerca de uno. El deseo de descubrir lo que otro ya dijo y soñó. Rompo el plástico inútil, busco el reflejo de mi emoción en el redondo metal.
Algo tan insulso, tan carente de forma, de sustancia. Algo tan aparentemente muerto y con tanto dentro.
Uno.
Elijo primero el Uno, dejaré el Dos para luego, acrecentando así mi ilusión, mi pequeño orgasmo mental que espero vaya llegando. Uno, veamos.
Play.
Y cierro los ojos. Y me voy. Me evado, me alejo y viajo por los caminos que ya recorrieron, busco en sus orillas, encuentro, paso de largo a veces, ya volveré. Y entre letras y músicas vuelo. Me lanzo al tiempo, y entre bosques de ideas deambulo.
Dos.
Vuelvo, salgo, retorno una y otra vez, entre la niebla que emana de los altavoces dejo pasar mi tiempo.
Y recogiendo los frutos alados siento que se puede ser más ser.

Play
Y El Tiempo Va Dando Las Campanadas.

jueves, septiembre 21, 2006

Las Leyendas De Los Que Fueron Olvidados (1)

En aquellos tiempos los dioses vagaban y reposaban por el mundo. Al principio habitaron juntos, pero sus mentes inquietas, su necesidad de aprender y descubrir cosas nuevas, esa cualidad que les había hecho dioses, también les había llevado a una vida errática. Pudiera haberse dicho que eran más fuertes, más bellos, más humanos que el resto de los mortales, pero no era así. Realmente no había diferencias, salvo que, si la muerte así lo permitía, vivían por muchos más años, quizás por su alimentación, austera, eran sabios herbolarios que conocían cada planta, cada brote, quizás por la propia inquietud de saber, que les impedía envejecer, no tenían tiempo para ello, a excepción de Bammbaldod, que envejeció por su necesidad de sentir la decrepitud del cuerpo y la mente, muriendo feliz, riéndole a una lluvia que le inundaba la boca.
Nacieron como pueblo ignorantes de su deidad, y como tales pasaron siglos moviéndose poco, muy poco al principio, hasta que algo les hizo cambiar, de forma tan lenta que pasaron generaciones siendo simples mortales. El primer dios posiblemente fuera Calabduu, quien, aunque nunca lo recordaría, pasada la pubertad, miró un día al astro nocturno y le entregó su pensamiento. Como sabemos, nunca más durmió, quizás algunos días, en cuevas recónditas, bajo frondosos árboles, mientras sigue aun a su ser, que corre delante de su sombra de luna llena.
Y cuando las nubes oscurecen su vista trepa a los árboles mas altos. Mira por encima de los bosques, de las nieblas difusas, mira su brillo entre los jirones del viento. Las noches del monzón desde lo alto ve el cielo encapotado y sus ojos se secan como el corazón herido. Canta, desde dentro, todo su cuerpo de dios vibra y resuena, y el árbol al que se agarra llora sabia y dolor, caen sus hojas en bailes de tristeza y muerte. Algunas noches su canto es tan fuerte que lo escuchan las grandes aves de las montañas Azules. Hace ya mucho tiempo Candarrhu torció sus alas buscando ese canto que perturbaba su descanso. Al posarse en el gran árbol vio agarrado al tronco a un pequeño ser con ojos llenos de luna y canto de amor agónico. Y le supo dios. Aun así el sonido le llegaba a irritar.
-¿Por qué no callas si la luna ha de volver con los cielos abiertos? ¿Tanto temes, tú que eres dios, la oscuridad eterna, que te impide vivir y nos perturbas a los demás?
Calabduu miraba al ave que le acusaba, silencioso ahora. Pensaba, buscando entender.
-No lo se, una noche subí a una alta colina, y fui con ella, dejé de saber, no se más, no desde que ame y fui amado por la luna. Desde entonces no soy otra cosa que su sombra, su luz, su vida. Y siento la muerte sin ella.
-Necio. Para ser un dios, aun pequeño, eres un necio. Podría alzarte en mis garras y volar sobre las nubes para que callaras, pero no te serviría de nada. Cuando no vuelo me asomo al vacío y me dejo acariciar por el aire tenue, sintiendo lo que se es, lo que se quiere ser, lo que se puede ser. No me dejo arrastrar por la desesperación, por la nada, porque al final ya no podría ni volar.
-Entonces, ¿qué he de hacer, a qué viento me he de asomar?
-Tú sabrás, pequeño diosecillo. Tú sabrás.
Baja del árbol, callado, y mirando las hojas muertas siente que comprende algo, aunque no puede definirlo, no puede centrarlo. Camina por bosques y estepas, mirando alrededor, mirando la tierra. Busca en el reflejo al fondo de un lago, en los ojos de una vaca sagrada que pasta en el valle, en la cúpula plateada del palacio del sultán de Bergamir. Busca pero sigue sin encontrar ni comprender.
Una noche, al final del monzón, se acerca a una pequeña aldea donde le dan de cenar. Y mientras acaba la sopa ve en el fondo de la escudilla el reflejo de la nueva luna que nace. Sonríe, y refrenando su impulso de saltar a la luz, sigue cenando, juega con los niños, habla, mientras se dice necio, que necio eres. Y continua la vida, crece su amor por la luna que va y vuelve.
Dicen que al menos una vez cada generación se le ve festejar su amor en esa colina donde se hizo dios, danzando y cantando en brazos de la lejana amante.

Dioses que fueron olvidados, dioses que sin ser muy conscientes de ello fueron convirtiéndose, conviviendo al principio juntos, disfrutando de si mismos, para luego perderse por ese mundo buscado.

martes, septiembre 19, 2006

Acariciando


Mirando arriba, el cuello dolorido, asomado a ese vacio que espera. Buscando e intuyendo caminos y atajos, deseando un ójala estén, un habrá algo o sólo lo parecerá.
Acariciando la rugosa superficie, sintiendo el calor, el frio, el palpitar de la piedra en los dedos doloridos.
Una mano que quiere abrirse, sudores traidores, la sólida roca que no lo es.
El miedo que se apodera y permanece. Te hace parar, te hacer retroceder, puede contigo, a veces, otras se vence, algo, se sigue.
Caer, volar al vacio evitado, chocas contra la pared, mirando, torciendo el gesto, acariciando de nuevo.
Subiendo, sufriendo, temblando, tranquilo, disfrutando.

Disfrutando, acariciando.

miércoles, septiembre 06, 2006

El eclipse que oscureció el color de tu recuerdo

El cielo se levantó turbio esta mañana.
Cientos de flores blancas giran en sucios remolinos,
manchadas de polvorientos colores que las hacen negras y temibles.
En el telediario anuncian que mañana se calmará.
Golpeada la ventana, corro a asomarme
para verte, trece pisos mas abajo, tu pelo agitado, abandonando.
Viniste, de nuevo.
Y al sentir tu voz, al sentir tu clamor, miraba hacia otro lado, pensando en nada.
Nunca quise pensar en nada, hasta que descubrí que solo pensaba en ti.
Miro tu marcha, ruge mi mente por las escaleras. Mañana se calmará,
pero qué me importa mañana.
En la acera, ya no estás.
Oscurece y miro la luna para buscar tu reflejo.
Busco, y solo encuentro un eclipse lunar más.
El eclipse que perfumó tus cabellos.
Cualquier amanecer pienso en que estás a mi lado.
Deseo.
Sueños que quiero vivir e invento. Sueño tu saludo y tu beso.
Y según marca el despertador llega otro días más.
Sabanas húmedas de lágrimas y semen.
Me ducho para borrar tu recuerdo,
el café para llenar tu vacío,
el trabajo para esta vida absurda.
En una película francesa rozo tu mano, no calmo mi necesidad de ti.
Al encender las luces, al despedirnos de nuevo, no aparecen títulos de crédito,
No hay final feliz.
Harto de sufrir me abandono y te digo adiós, a lo que más quiero.
No quiero verte, y miro al sol del mediodía para ser ciego, por fin.
Y un eclipse solar me deja tirado,
El eclipse que humedeció tus ojos.
Parece ser que abandonado el barco,
Huidas las ratas, éste no quiso hundirse.
Mirando el mar de mi nueva vida, vi acercarse las velas, blancas.
Los remolinos las cubrían de flores manchadas.
No puede ser, No otra vez más.
No se deja de querer lo que se quiso, por eso se odia, para evitar querer.
A mediodía anunciaron buen tiempo, en otro telediario equivocado.
La calma de tus velas anuncia tormenta.
Qué más da morir si es morir por vivir.
A la tempestad volvemos, busco tu estela, y desde mi ventana te miro marchar.
Cansada de esperar, cansados de ir y venir.
Hartos de querer y no poder.
Nos despedimos de nuevo.
Salgo, corro y miro al mar. Desde el acantilado,
antes de saltar,
río y grito, por fin. Y miro la luz del mar, buscando terminar.
Una sombra se cruza, me eclipsa la mar. Una sonrisa me dice que quizás haya algo más.
De espaldas al mar, sigo al viento arremolinándose, flores que se esconden de las sombras.
El eclipse que oscureció el color de tu recuerdo.

miércoles, agosto 30, 2006

La imagen de Ana Valpaus

Aquella imagen se quedo grabada en mi mente. Aunque era pequeño no creo que olvide nunca la escena. No recuerdo la fecha, pero supongo que era verano porque si no debería estar en el colegio. Tampoco importa. Ana Valpaus subía la calle cargada con la compra desde el mercado. Yo jugaba en la Plaza de la Soledad, entre los puestos, y me asomé a la Calle de la Escalera. Me gustaba esa calle, con sus largos escalones donde sentarse a mirar el lento andar de las gentes, donde saltar y ser un avión, ser un pájaro que parece que flota entre escalón y escalón. Desde la plaza la vi, de espaldas, subiendo, casi al final. Era una mujer fuerte, de treinta y pocos años, espalda ancha. Cargar con todas esas bolsas no ralentizaba su ritmo. Era hermosa, desde el punto de vista de un niño, era bella, como pude saber años después. La conocía porque vivía en el bloque de enfrente y yo jugaba con Esteban y Marga, sus hijos. A veces subía a tomar la merienda y me acariciaba el pelo. Quise dormir allí alguna vez, pero mis padres no me dejaban, no les gustaba Alfredo, el padre, el marido. A mi tampoco. Si el venia y nos encontraba allí, Esteban y yo nos escondíamos y luego huíamos. Gritaba, olía. A mi me parecía un ogro, pero llegaba a la calle y con los juegos lo olvidaba. Era un niño.

Miraba a Ana subir. Junto a ella iba Marga, con una caja. Alta para su edad, mayor que yo, se parecían. Ana trabajaba en la fabrica de zapatos. Volvió allí cuando Esteban empezó a ir a preescolar. Alguna vez oí al quiosquero que las voces se oyeron toda la noche, y que su primera semana no pudo ir, siquiera salió de casa. Pero ahora trabajaba. Lo cierto es que la gente hablaba. El barrio era pequeño, todos hablan, todos se esconden luego. Trabajaba, cuidaba de la casa, de Esteban, de Marga (y esta de nosotros, era la que nos solía hacer la merienda), y estudiaba a escondidas de su marido, me gustaba verla con el cuaderno y el lápiz roído, en la galería, aquellas tardes después del colegio. También aprendía finlandés y francés con la señora Bregmaun, la esposa del ingeniero. Se caían bien, y la enseñaba el idioma. Para que querría saber esas cosas, normal que se cabreara Alfredo, decían en la pescadería. A mi me gustaba su sonido, nos contaba cuentos en finlandés, a los tres. No se de que hablaban, pero imaginaba los bosques, el viento en sus palabras, los árboles cantar en su boca, los lagos y miles de duendes, de gnomos, de criaturas felices y otras temibles. Nunca sabré si acababa los cuentos, por no entender, o porque él volvía del trabajo, y huíamos los dos, o los tres, escapando de los ogros de la realidad. Ella se quedaba. Y en sus ojos, alguna vez, vi la nada mirándome, vacíos. Hacía dos tardes Esteban y yo oímos los gritos desde la calle, Marga miraba, en la ventana. Luego se cerró la cortina y el quiosquero subió la radio. Radio Futura le cantaba a estatuas de metal, a lagrimas de acero. Jugamos, olvidamos.

Estaba casi al final de la calle, en el penúltimo escalón, cuando se rompieron las dos bolsas de la derecha. Perdió el equilibrio y soltó la otra mano para apoyarse en Marga. Las bolsas cayeron. La calle bajaba y pronto empezaron a rodar algunas cosas, algún cristal roto, media docena de huevos que apenas chocaron rompieron dejando un rastro feo y viscoso. Varias naranjas, manzanas, bajaban hacia la plaza, con ruidos cada vez mas sordos, mas rotos. La sandía, enorme, verde, brillaba al dar vueltas hasta que partió por la mitad. Unos segundos y la calle, vacía, estaba llena de restos. Yo miraba la sandía, junto a mi, regando de rojo la acera. Relucía al sol, reflejos de color intenso, aunque a mi me parecía una cabeza de espantapájaros rota, sangrante. Miré arriba. Ana, sentada, contemplaba con la boca entreabierta. Se que miraba la sandía, el rojo, la sangre. Toda la fuerza, todas las tardes llenas de su sonrisa, todo su empuje por sus hijos, por seguir, toda su vida, todo su llenar ese vacío que a veces vi, todo, todo se fue, se perdió unos instantes. Lo sentí ir, mirando como sus ojos volvieron a vaciarse e inundarse de lagrimas. Derrotada, lloró.

Ella, sentada, hundida, Marga de pie, su mano en el hombro, la cabeza gacha. Esa imagen. Existen cosas de la infancia que inventas, que cambias, que mezclas. Existen recuerdos reales. Son los del fuego, los del dolor, los de la alegría. Son los que no se olvidan. Nunca.
Estaba agachado junto a la sandía mirándolas. Bajé la vista, el sol casi molestaba en la pulpa. No se porqué veía eso, pero era como sangre, viscosa, roja. Acerqué la mano y toqué el liquido. Lo tuve que probar para sentir que sólo era sandía. A medio metro una manzana, perfecta, sin un solo golpe a pesar de la caída, como recién cogida del árbol. La tomé y subí la cuesta, de pie, bajo esa extraña estampa que formaban las dos. Marga, el rostro escondido, pero yo sabía que lloraba. Ana frente a mi, sin verme. La acerqué la manzana, frente a su cara, y en un impulso, un sin pensar, con el dedo la borré las lagrimas que caían de su ojo. Me miró, sus ojos volvieron, un poco, esbozaba una sonrisa. Si no está estropeada cómetela tú. Me lo dijo con cariño, y al tiempo me estaba pidiendo perdón, y al tiempo me decía, vete, por favor, vete. Pasé junto a Marga, rozándonos, un temblor mutuo. Dijo algo, o nada, no lo se. A unos metros me volví para ver como la calle, hasta entonces vacía, se llenaba de gente que miraban y ayudaban a recoger.
Marché a casa. Y mientras comía el fruta el aire me sabía a sandía y a manzana, y mi mano aun manchada de lo que había sido sangre y no era, quizás, sino zumo.

No muchos días después vino Esteban a media mañana, asustado. Jugamos mientras mis padres salían y entraban, todas las ventanas cerradas, pero aun así podíamos oír algo, a veces. Quemábamos el Scalextric. Vueltas y más vueltas. Cada coche que saltaba por los aires era rápidamente puesto en la pista. Cientos de vueltas, conseguimos reír. Esa noche durmió en casa. De madrugada vinieron Ana y Marga. Se supone que yo dormía, pero las vi entrar cuando afuera clareaba. No se de qué hablarían, era pequeño, me refugié en la habitación. Se fueron los tres. Alfredo se había marchado la tarde anterior de casa. Quizás no volviera, no lo sabían. A madre la oí que era lo mejor. Padre asentía. Se investigó algo. Ana tampoco parece que intentará buscarlo, trabajaba y podía seguir adelante. La familia de él, su hermana y un hermano lejano hablaron con Ana y con mi padres, y poco más. La mañana siguiente bajé con mi padre a por la prensa. Se miraron, él y el quiosquero, y sentí algo, mucho, en ese silencio, en ese compartir lo conocido. Sentí algo dentro, que me llenaba, que me subía desde el estomago. No queriendo llorar, salí corriendo. Cosas de niños. La vida sigue, y en ciertas edades todo dura mucho tiempo, y nada a la vez. Un verano que pasa, otro curso, la nave va, infatigable. Las cosas pasan y tampoco te preguntas mucho por qué. Esteban y yo seguíamos jugando, volví a disfrutar del sonido del idioma lejano, de las meriendas de Marga. En Ana veía, en sus verdes ojos, más cosas, vida, calma, más calma, más felicidad. Tiempos alegres. Su falta, del ogro, para mi no significó nada, salvo en lo que a ellos respecta, que era mucho en mi pequeño mundo, y poco, en mi corta vida, aún.

A los tres años volvieron a su país la señora Bregmaun y su marido. Cinco meses después, en junio, se fueron ellos a vivir allí, a Finlandia. Los tres. Es duro cuando en plena adolescencia se va tu mejor amigo, tu confidente, tu colega para las cosas buenas, y para las perrerías. Una noche, su ultima noche en el pueblo, en las fiestas, nos emborrachamos, reímos y lloramos y cantamos a la luna. Marga nos encontró al amanecer, todo el grupo sentado en el pequeño parque junto a la era, cerca de nuestras casas. Esteban soltó sin ganas el abrazo de Belén, empezó a despedirse y terminamos en un abrazo todos. Caminé junto a ellos hacia la casa, con el brazo de Marga, la callada Marga de siempre, rodeando mi cuello. Tuve que huir para no ver el coche al irse, sintiendo aún los abrazos alrededor de mi cuerpo, y la cara en llamas por los besos de Ana y de Marga, llena la cara de, esta vez, dulce sangre.

A una estación le sigue otra, y a un año el siguiente. La adolescencia termina no sabes muy bien cuando, y los recuerdos van y desaparecen. Cartas, postales, meses vacíos, año vacíos, cumpleaños felicitados, siempre, pocas llamadas, eran otros tiempos, sin móviles, sin internet. Y un día te encuentras, un hombre adulto, con tu trabajo, tus miserias y tus alegrías, te encuentras a ti mismo mirándote al espejo del ascensor, mirando esos ojos que se preguntan quién coño eres, quién coño fuiste. Una llamada de tus padres, en su buzón una invitación. Otra boda, pero esta vez lejana, en Finlandia. Esteban Valpaus y Aira Vuori se complacen en etcétera. Mis padres no podían ir por problemas de salud de madre, yo, después de hablar con Esteban, y con Ana alguna que otra vez, decidí pasar allí mis vacaciones.

De los años jóvenes saqué el gusto por los idiomas, por la sonoridad, en especial por el sonido entre gutural y dulce de las lenguas del norte y me dedique, por gusto y por profesión, a ello. Aunque el fines no era mi especialidad podía defenderme, así que moverse por Helsinki y atravesar el país no me costó mucho. Llegar al pueblo de Salamajärvi, junto al lago, cerca de la reserva natural, de los bosques, es llegar a un mundo nuevo, en el que ya estuvimos en la infancia, soñando. El reencuentro, las historias de tantos años. A veces los más lejanos son los que siempre han estado allí, los íntimos otra vez. Me hubiera gustado hablar más con Esteban y con Aira, pero entre la boda y terminar sus trabajos antes del viaje no les dejó mucho tiempo. Disfrutamos, viajamos un poco, nos emborrachamos. Lo normal entre viejos amigos reunidos de nuevo.

Tras la boda fui un par de semanas al pueblo de Hautala, cercano, donde Ana tenía con su compañero, Teemu, (no se habían casado) una pequeña casa y su parcela a la orilla de un lago. Ana era hermosa aún, arrugada la cara, los hombros fuertes todavía, los ojos llenos de recuerdos, de lugares. No era un paraíso, no existe el paraíso, pero allí encontró una vida y la hizo suya. Marga, silenciosa, pero no aburrida, nos acompañó sólo la última semana. El jueves Teemu marchó unos días por trabajo, dejándonos disfrutar más de nuestra pequeña compañía. Una noche, en el comedor que esperas que tenga una casa de madera cerca de Laponia, el viento sonando, la chimenea encendida, les hable del pueblo, deambulando, detalles sin interés, pequeñas tonterías que parecían importantes, tantos años después. Les conté como crecía, y la nueva urbanización. Ahora construyen bajo la colina de San Jacobo. En su silencio les hablé de lo excavado, las dimensiones, los campos donde jugábamos eran ahora zanjas y vallas. Mirando el fuego expliqué lo ocurrido hacía tres meses. El hallazgo, la foto en el periódico local del cráneo desnudo, las suposiciones, el difuminarse de la noticia, y cómo se cerró la investigación por el inspector jefe, a la sazón mi padre, al no encontrar pruebas de nada y tener el cadáver más de veinte años, prescrito ya cualquier delito. No les dije que al ver la foto en mi apareció un rostro real, ya olvidado, el ogro que quiso volver, pero no pudo, ni mis conversaciones con padre y madre. No hacía falta. Ana cerraba los ojos, una pequeña lagrima hubiera aparecido de repente, si la hubiera dejado correr. Me miró, y con una sonrisa me dio un beso en la frente, largo, eterno.

Marga se levantó a agitar el fuego mientras ella marchaba a dormir. El viento rugió durante casi una hora, ella allí, entre el fuego y mi lugar. Poco a poco fue moviendo su jersey hasta descubrir la espalda. Aun se notaban algunas cicatrices, cruzando de lado a lado. Las peores están dentro, parecía que cantaba, una canción triste, en las pesadillas en que me despierto siendo violada de nuevo, sudando frío y sangre. En los años en que no he sido capaz de abrazar a ningún hombre. En el dolor por lo hecho, en el dolor por la alegría de haberlo hecho. La amarga alegría de vivir.
Solo, mirando el fuego mientras los pasos se iban, buscaba palabras, sentimientos. Dudaba del porqué haber contado aquello. Padre y madre me lo habían indicado así. Ellos conocían más a Ana, la trataban a menudo. Ellos sabían, yo solo recordaba difusamente desde los ojos del niño. La noche es corta en Finlandia, el día llega, y el sol seca los recuerdos, las lágrimas.

El último día que iba a pasar allí no vi a Ana. Marga y yo andábamos, hablábamos, reímos y silenciamos el bosque. Sentados frente al agua dejamos que la oscuridad se acercara, tenue, y el sol apenas quisiera esconderse en una lejana colina. Muchas noches despertaba con el peso de su brazo en el día de la despedida sobre mi cuello, solo en mi cama, intentando que no se marchara la sensación. Cuando esta noche puso su brazo alrededor no fue extraño, no hubo escalofrío, al contrario, era como las cosas a las que estas acostumbrado y no notas, pero sí sientes. Se lo intente contar, y tras el silencio reímos mientras mirábamos el azul, y dejamos que volviera la niñez. Dos niños que se miraron, dos niños que acercaron sus bocas. Un beso que me sabía a sandía y manzana. Fue su primer beso. Fue nuestro último beso, como niños.

Dentro de un año estamos en esa colina, frente a la casa, conociéndonos como adultos, haciendo el amor al rimo de las estrellas. Y a un año le sucederá otro, y otro, después.

martes, agosto 22, 2006

El pequeño huesped

Vuelve a llover, humedo sobre los campos eternos, cruzados de viejos palacios, gentes que caminan sin buscar donde, vacas sagradas que miran tu perturbadora imagen. Vuelve a llover, otra vez.
Cuentan que cada vez que te llueve, durante las seis horas seguidas en que lo hace, caen entre doscientas (!nunca menos!) y dieciseismil millones de gotas de agua, de peso inferior al gramo, livianas, puras, frescas en el calor del monzón. De todas ellas, en unos pocos centenares viajan los pequeños huespedes.
Los pequeños huespedes emigraron desde las tierras altas al cielo azul hace trece siglos. Un día, mirando el reflejo del sol al caer en los meandros del ganges, se sintieron ligeros, embriagados, borrachos de luz, y se dejaron llevar por el viento del norte. Trece siglos en lo alto, mirando el eterno fulgor de las estrellas. A veces sienten la sed, el ansia, perciben lejos lo imperceptible. Y se dejan caer. En cada gota un pequeño huesped que vuelve a la tierra madre, pleno de luz por unos siglos más. En cada cristal de agua una vida que desciende entre millones de estériles gotas.
Y en un último esfuerzo rozan los dedos del viejo amante, el viento del norte, y surcan la marea que cae hasta decender, suavemente, sobre tu pelo. Esa gota que sentiste diferente, esa que se posó y te hizo surgir un escalofrio desde el fondo de la nuca.
El pequeño huesped navega entre tus cabellos, baja por tu frente, alejándose de tus ojos, circunvalando tu sonrisa, y se deja deslizar por tu hermoso cuello eterno, para sumergirse en la calided de tu seno, junto a tu corazón.
Busca la compañía para la que nació, y, quizas, ama lo que merece ser amado.
En las noches calidas, al despejar las nubes, el pequeño huesped abandona tu seno y busca en tus ojos el color de las estrellas.

lunes, agosto 07, 2006

El sentido

¿Qué sentido tiene el escribir, pensar, divagar, canturrear, gritar, susurrar, pintar y todos esos cientos de verbos que podriamos usar para explicar lo que transmitimos en este pequeño espacio que será propio y ajeno?
Propio por lo que uno va dejando, sea suyo, sea real, sea inventado, simplemente imaginado. Sea éste el pensamiento, sea simplemente una actuación en la mente de alguien diferente.
Ajeno por quedar ahí, libre de la lectura de otros ojos, poseido, si es tal menester, por otras mentes, olvidado en este eter eléctrico, perdido entre las tablas de esta red, de este mundo de pantallas y teclados.
¿Sentido? ninguno, supongo, pero qué sentido tiene vivir salvo seguir viviendo (VIVIENDO, si pudiera ser).


Un instante doloroso, una punzada que le entra por la retina vidriosa, el calor que ablanda el plástico azul. Tartufo despierta a un nuevo día mirando por la inalcanzable ventana. Deja que el cielo azul seque sus estériles lágrimas. Sueña sin saber que sueña, temblando mientras desde las tablas es observado, miles de ojos en los nidos de araña. Padre y madre, nota el calor de su compaña.
Tartufo espera, siempre, a que se apague otro día.

miércoles, agosto 02, 2006

Salutaciones

y buen tiempo.