miércoles, octubre 15, 2008

de lo real y lo divino



La segunda vez que perdí la virginidad fue también con una extranjera, francesa para más señas. La primera vez, bueno, no tengo claro como considerarlo. En verano mis padres tenían añoranzas de su época juvenil, de antes de volver a España, y les entraban ganas de salir de viaje. Así que cargaban la furgoneta, un colchón, comida, bebidas y el suficiente costo, aunque de esa parte tarde algo en enterarme, me dejaban en el pueblo de mi tío, y allí, a pie de playa, se despedían por un mes.

No eran malos padres, no, lo cierto es que llegado junio estaban insoportables, y llegadas las notas estaban aun mas insoportables, y yo estaba insoportable, y todo era insoportable, así que lo mejor para todos era que se fueran, ellos felices, yo feliz y mi tío, bueno, mi tío siempre estaba feliz, no es que se drogara mucho ni se pasaba todo el día borracho, simplemente era feliz. Lo decidió con casi veintiséis años. Dijo voy a ser feliz, cambió la cara, cambió los hechos, algunas costumbres, cambió, poco a poco. Lo se porque estaba delante, el veintitrés de julio del ochenta y cuatro, siempre celebró esa fecha, comiendo ensalada y revuelto de setas. Se levantó, tirando el vaso de vino, y permaneció así largo rato, mirándome, aunque creo que no me veía. Luego dijo voy a ser feliz. Bueno, dijo estoy harto, hasta los cojones, voy a ser feliz, pero entonces yo aun intentaba no decir palabrotas. Luego se paso el resto de verano intentándolo. Le costó, bien que le costó. Pero lo ha conseguido. Yo creo que le quiero imitar, aunque ese día no me comí el revuelto de setas, quien sabe.

Pero no fue ese verano, la primera, no, fue dos después, tenia ya catorce años, o quince, según lo cuentes. Y mientras las luces de la furgoneta desaparecían mi tío decidió que era buena hora para bañarse desnudo a la luz de la luna. Así que le miraba desde la arena, sentado en la maleta, esperando, cuando llegó un grupito de chavales, por como hablaban alemanes o rusos o algo así, y al pasar me miraban, miraban a Alberto, mi tío, me miraban y reían, no entendía nada, pero allí estaba la tía más buena que había visto nunca, un angelillo rubio con un cuerpo de diablesa. Me dejó sin habla, en blanco, sin reacción. No, no fue ella, ójala, porque a ella no la toqué nunca, supe su nombre e incluso una vez hable con ella, pero nada. Si lo cuento es porque estaba increíble y porque fue por ella que hice por conocer al grupo ese.

Cosa que me llevó casi veinte días del mes que estuve. Una chapuza. Y para cuando les conocí se iban al día siguiente. Lo bueno, que se emborracharon bastante, lo malo, que me emborrache bastante. Terminé en la playa agarrado a una chica o ella agarrada a mi, nos separamos, lejos, bueno, ella sabia bastante más, yo andaba perdido, nos bajamos los pantalones, todo, llenos de arena, torpemente, y allí, sin preservativos, sin pensarlo mucho, nos dispusimos a hacerlo, que nervios, que emoción, así que rocé con el pene entre sus carnes, note el calor, los ojos cerrados, empecé a moverme un poco, ella gemía.

Y me corrí, así, sin más. Me temblaba todo. Abrí los ojos, a la altura de su pecho, mi semen alrededor de sus muslos, no llegué más lejos. Por suerte, ya digo, ni gomas ni nada. Yo mareado, ella seguía gimiendo, o eso me parecía entonces. La mire lo justo para verla vomitarse encima. Y yo encima de ella, por solidaridad.

Bueno, no se si definirlo como perder la virginidad. Aunque la toque el pecho y bueno, también lo demás, bueno, no, porque no me dejó, pero casi, un poco, al principio. Hubiéramos follado, pero no me dejó tocarla. Son cosas que sigo sin entender. Empezaba a amanecer, ella tumbada, medio dormida, con una pinta asquerosa, yo borracho, abochornado, un puñetero crió. La vestí como pude, la limpié como pude, la acomodé como pude y me largué. No salí de casa el resto de las vacaciones y nunca me alegré tanto de que apareciera la furgoneta. Por suerte ese grupo nunca volvió a veranear por allí. Aun así a veces me acuerdo, y se me cae la felicidad al suelo, una mezcla amarga de frustración, vergüenza y la propia estupidez. Somos lo que hacemos, o hicimos, somos nuestros propios recuerdos. Luego me acuerdo de Alberto, del revuelto de setas y algunas veces no tardo mucho en volver a estar feliz.

Esa fue la primera vez. Tuvieron que pasar unos años para que pudiera tener nuevas experiencias. Mucho instituto, mucha chica, muchas compañeras de curso, pero lo único que tenía eran calentones, despechos ó meteduras de pata garrafales. También otras cosas, vale. Que estaba obsesionado, pues si, lo normal, pero no tanto como para portarme como un cabrón. Supongo que el regusto de aquella playa me hacía pensar algo más en lo que se podía sentir, el daño que podía hacer, intentar ser buena gente. Vamos, que ni una rosca yendo así.

Volvía en julio a la playa, a salir con los otros veraneantes, a emborracharnos, incluso algún beso casi robado, a pasarlo bien con el grupo y no comerme mucho la cabeza. Lo cierto es que estaba muy bien. Y a observar la búsqueda de la felicidad de Alberto. Su vida disoluta, su falta de expectativas, a lo que viniera, sus ligues, largos o cortos, aquellas mujeres que pasaban por la casa, verlas tomando el sol en la terraza, me trataban como lo que era, un chaval, no una mascota, pero no andaba lejos, así que en parte me aprovechaba, las escuchaba, las espiaba al tomar el sol, sueños gloriosos los de aquellos tiempos. Se que Alberto se daba cuenta, se que lo sabía y se que se reía y a veces me tendía trampas con algunas de ellas. Menudo cabrón. Supongo que le envidiaba, le envidio, menos, ya no tengo necesidad, que cabrón.

Un año crecí, no es que me hiciera más mayor, ni que madurara, eso son bobadas de autocomplacencia juvenil. Simplemente crecí, casi quince centímetros en un año. Así que aparentemente me hice mayor, aunque era el mismo imbecil, o lo que fuera que fuera, que antes. Aunque comparado con los compañeros del instituto ahora finalizado no era ningún imbecil, menuda panda. Pero lo que importaba aquel mi último verano, aun no lo sabia, pero era el último, era la apariencia. Y por lo menos algo más si que aparentaba.

Cuando llamé a la casa me abrió Elisa, una francesa que había conocido en semana santa, cuando comieron en casa camino de Marruecos y no se que otros sitios de África. No era muy guapa, pero al menos si bastante simpática. Alberto escribía en el salón. Nunca supe lo que escribía, de la vida, de las experiencias, de lo bueno, de lo malo, de las palabras y de los colores, me respondía de diferente manera cada vez que le preguntaba pero no me dejaba leer, y nunca le espié, a veces me arrepiento, pero creo que me siento orgulloso. Aunque joder, nunca he sabido que escribía. Igual eran bobadas.

Ella tomaba el sol desnuda en la terraza, paseaba por la casa solo con la braga, o con la parte de abajo del biquini, o con unas camisetas grandes, blancas, finas, lo cual era casi peor. Fue estupendo el primer día, pero a la vez me empezó a resultar incómodo, no la quería mirar y no podía evitarlo, no quería excitarme y no podía controlarlo. Me hubiera pasado los días masturbándome de forma compulsiva, y en parte no me hubiera importado, pero vivía con ella, me caía muy bien, era la chica de mi tío, no, no podía.

Así que terminé pasando casi todo el día fuera, la mayor parte del tiempo, comidas y todo en casa de Marcos. Le conocía de todos los años, incluso nos veíamos, a veces, fuera del verano. Sus padres conocían a los míos y no tardaron en semiadoptarme. En parte no les gustaba mucho Alberto, en parte pensaban en mí, abandonado cada verano, como en un pobre huérfano con necesidad de padres. A veces Marcos y yo lo discutíamos y casi siempre llegábamos a la conclusión de que el era bastante más huérfano que yo. Pero eso no se lo dices a unos padres, nunca. Así que capeábamos los ratos pesados y seguíamos a lo nuestro. A mediados de Agosto se fueron una semana a no se que temas de los abuelos, unas gestiones, y nos dejaron a los dos huerfanitos allí. Ya ni iba a dormir por casa. A veces, de paso, a saludar, a por ropa, a por dinero. El día que fui a decir que íbamos dos días a las islas me encontré con Elisa, o eso pensaba, en la cocina, no la miré mucho, hasta que me di cuenta que llevaba vaqueros, camiseta, iba vestida.

No era ella, claro. Así que descubro el día que me voy unas noches que Elisa tiene una hermana pequeña con una nariz preciosa y un cuerpo aun mejor, que no habla español, pero que no importaba porque solo la oía, la sentía. En cinco minutos me enamoro, locamente, salvajemente. Escribo una nota, farfullo algo, dejo el recado, me lo pienso, dejo la excursión, vuelvo a hacer la bolsa, la dejo, doy saltos por la habitación, me miro al espejo, y grito, sin voz, imbecil, tú eres imbecil. Ella se va a los dos días, puede que no la vea, sigo botando y gesticulando hasta que la veo en la puerta, riendo, también, sin voz. Cojo la bolsa, el saco, tartamudeo algo, salgo junto a ella, ando, paro, vuelvo, la doy un pico y salgo cagando leches, con una risa detrás. Pasan casi cuatro horas hasta que vuelvo a decir nada coherente, ya en las islas.

De allí vuelvo directo a casa de Marcos. No quiero ni pasar por casa. Esa tarde apareció Alberto. Se iba esa noche con Elisa a casa de unos amigos. Yo tenía que quedarme en casa por el problema de la cocina, que tenía cierto truco. Estephanie salía al día siguiente, y no se qué excusa más. Le miraba, me lo explicaba, feliz, y sabía que lo sabía, sabía que se reía y que no se reía, que seguía con su felicidad y que me lo quería hacer ver. Que cabrón, lo sabía, me dejó allá en casa sabiéndolo. Solo pude hablar a medias, casi no la miraba, trate de no cruzarme, de no rozarla, me aleje al máximo. A veces la pillé sonriendo, divertida. Me fui pronto a la cama. Al rato volví al salón, farfullé en mi escaso francés lo siento, disculpa, fui un tonto, y sin tiempo a más volví a huir, a la habitación, deseando que se fuera pronto al día siguiente, deseando que se quedara para siempre.

Esa noche perdí la virginidad, otra vez, con ella. Supongo que Alberto sonreiría donde estuviera. Supongo, no lo se, en un momento de la noche me desperté y estaba en la silla, mirando, yo debía estar aun soñando, así que en mi sueño la hice levantarse y acercarse, la hice que me besara, la besé, la deje desnudarse y me fui perdiendo en su cuerpo, en su tibieza y su olor deseando no despertar, aprendí a hacer cosas que ya sabía hacer, la dejé que me tocara, que me desnudara, busqué un preservativo. Bueno, a esa edad tienes el tema de los embarazos muy metido, así que lo incluí en el sueño. Busque la goma, la única que tenía, habíamos comprado no se que día con Marcos y el resto. Solo me quedé esa. Me acerque, nervioso, me acarició con la mano, me agarró.

Y me corrí, otra vez, sobre sus piernas, en el preservativo. En mi único preservativo. Me fui para atrás, caí de la cama, disculpándome, y no me despertaba, seguía dormido. Así que en realidad estaba despierto, cosa que ya sabía pero me costaba creer, cómo me lo iba a creer, para estas cosas están las películas, los libros, no tu vida. Miraba el condón lleno, a ella, la puerta, a ella. Se reía. Con gracia. No de mi, simplemente se reía. Por lo menos no la había vomitado.

Hicimos el amor. Bueno, no lo hicimos, pero lo hicimos. O al menos a mi me gustó más que otras veces que sí que lo hice. De hecho la primera vez que lo hice fue un desastre, ni divertido ni para recordar. Con Estephanie hice el amor. En la felicidad que venia de la casa de Alberto ese fue mi recuerdo.

Ella se fue antes de que yo despertara. No la he vuelto a ver. Todo sigue. Llegaron mis padres y volví, a la universidad, a las cosas. Alberto y Elisa dijeron de viajar, de ver que había por ahí. Y se fueron de viaje. Hace catorce años. Me mandan postales de su felicidad o de lo que sea que hacen. Le envidio, les envidio, lo intento, lo consigo. A veces no.

Estoy en mi cocina, mirando la silla vacía. Eduard se fue hace ocho meses, a Canadá, esta vez para siempre. Vivimos juntos los últimos cinco años. Fue mi primer novio. Así que la tercera vez que perdí la virginidad fue, de nuevo, con un extranjero. Aunque creo que la virginidad se pierde, y se encuentra, cada vez. O nunca. Qué lo mismo da. Me acuerdo, ahora, de estas cosas, de estas historias.

Eduard se fue. Estoy de pie, el café tirado. Me he levantado, he gritado estoy harto, voy a ser feliz, joder, ó mierda, o carajo, no se. Pero no me ha contestado nadie. No hay nadie. Tengo la tele puesta, hace 8 días que fue el tsunami. Siguen hablando de ello. En la imagen una playa arrasada, unas montañas extrañas al fondo.

Sobre la mesa una postal con esas montañas. La recogí ayer noche. Están muy bien, los dos. Les gustan esas tierras, esas gentes. Como siempre me dicen que lo haga, que lo sea. Se que están bien, que se divierten, se que ríen en las noches. Les respondo sus besos, en voz alta. Se que son felices, que eso es lo que eligieron. Miro la tele, el número de teléfono de familiares. No lo apunto, pongo la postal en el corcho, junto a las demás. Lo que sea está bien, seguro. Cómo te envidio, cómo te agradezco. Yo soy.

Lo intento, al menos. Que cabrón, creo que me voy a hacer un revuelto de setas.

lunes, octubre 13, 2008

La larga espera del Amari


El mar, ó la mar, la amante cruel. Moviendo sus aguas, meciendo su quietud, se acerca a las tierras secas, trepa, desde el fondo, desde lo más tenebroso de su enorme ser, elevándose, llamada por la luminosidad aun no vista. Se alza la mar entre las murallas de piedras y arena, agita los corales aferrados en su seno, lucha contra si misma, alzándose sobre la tierra, saltando, alcanzando el cielo añorado, flotando en el aire frágil, para caer, para volver a su ser, regresar a ese su único cuerpo, ese su lugar. Alejándose siempre, para volver una y otra vez. Quiere la mar escapar de si misma, quiere ser, quiere jugar en otros paisajes. Quiere la mar, y no puede. Quizás se encuentre cansada ya de sus viejas compañas, meciendo la calma de los bancos de peces, acariciando la áspera piel de la ballena que se sumerge en su seno, gozando del dolor de la cicatriz del pequeño barco, salpicando con gotas tan grandes como el mismo océano, tan llenas de si misma como el basto horizonte, salpicando el rostro curtido del marinero, iluminado en el trueno lejano. Quiere la mar escapar, quiere jugar, mas se encuentra sola en su juego. Llora la mar en olas de espuma, llora en gemidos contra la tierra, canta el dolor de su soledad, arrullando la noche.

Desde la cocina del bar, a pie del pequeño puerto, Carmen se asoma a la sala. Esta madrugada el silencio es mayor, diferente al silencio de los hombres recién levantados. Callados en el temor, alguien rompe con un chiste fácil la tensa espera. Siguen algunos comentarios, alguna chanza, incluso risas, alejando la negra noche aun cerrada. Se seca las manos en el turbio trapo de su cintura, mirando de reojo el aceite caliente. Prepararé más café. Hoy la mañana puede que se haga larga, piensa mientras calcula qué comida sacar de la cámara, cuánto pan mandar a comprar. Mira por el ventanuco hacia el lejano mar, invisible todavía, con un escalofrío que la recorre el cuerpo.

Escucha la campana del microondas desde el baño. Con la camisa a medio abrochar busca el café, demasiado caliente, y lo templa con un poco de leche fría. Un par de galletas y una manzana que guarda en el bolso al volver al baño, a lavarse los dientes. Llega justa, muy justa. Se entretuvo hablando por teléfono con Juana, calmándola, apaciguando su miedo. Sale a la calle, casi corriendo, hacia la parada del autobús. Nota en el conductor la tranquilidad que le asoma al verla aparecer, la costumbre de los días, los años de tomar el camino de la ciudad. Se sienta donde siempre, cansada, sabiendo que el sacrificio de madrugar merece la pena, que quiere a esa gente, ese pueblo suyo. Sube rugiendo el autobús la cuesta última, antes de la curva. Desde arriba Andrea mira al mar, abajo, buscando. En la lejanía la oscuridad queda rota por los rayos. Solo eso, ninguna luz perdida. El autobús gira, internándose en el bosque, hacia la ciudad.

Víctor se cruza con el autobús poco después del cruce. El pequeño camión va tomando las curvas con calma, lejos de la habitual brusquedad. Ha encendido la radio hace poco, cuando ya casi había llegado. No le merece la pena dar la vuelta, a tantos kilómetros del mercado, pero ya no tiene prisa. Aparca en el lugar habitual, sin nadie, esta vez, que le espere. Camino del bar mira al Ubel bajo la luz de las farolas, vacío, mísero, algo roto. Se sube el cuello del jersey en los últimos pasos, antes de empujar la puerta. Saluda a los conocidos, sin preguntar, no hace falta. Con el café en la mano, esperando al bocadillo, lee el periódico y entra de vez en cuando en la conversación. Se siente parte de ellos, y a la vez se sabe fuera, lejos, de otro mundo. Asomado al fondo de su taza, se acuerda de su hijo que se estará levantando, de la mujer, que ya habrá desayunado y saldrá pronto a la pescadería. Asomado al pozo negro de este café espera al amanecer. El ruido de la debilitada tormenta entra cuando abren la puerta. Aunque hace calor dentro encoge los hombros y vuelve a subirse el cuello del jersey con un escalofrío, con ganas de irse y de permanecer allí.

Abre la puerta de casa con dificultad, las manos casi heladas y sin fuerza. Sube las escaleras sin hacer ruido para asomarse a la cocina a saludar a Itchiar, un gesto, un asentimiento de respuesta, con una pregunta en la cara. Calla, negando. Se acerca a la habitación de los pequeños. Desde la oscuridad les siente dormir, la respiración profunda, el ligero crujir de las sabanas al agitar los pies. Necesita darles un beso, un abrazo, pero no quiere despertarles, es muy pronto. En la cocina se quita el abrigo húmedo de sal y agua. Lo cuelga cerca de la calefacción y toma una taza limpia. Itchiar ya ha calentado leche y la acerca el cacao y las pastas. La radio, bajita, va dando las noticias, al final, de pasada, se reconocen. Idoya aprieta fuerte la taza, busca su calor, y deja escapar un pequeño grito sordo mientras su hermana la abraza besándola en el pelo. En la ventana empieza a entrar la luz del que parecía lejano día.

Jose, Iván y Esteban salen del bar a la fría mañana y se encaminan al barco. Desde el muelle miran las cajas esparcidas, las que quedaron sin recoger en el precipitado regreso. Colocan las que no ha roto el viento, arrojando a un lado las otras, pocas, por suerte. Desde arriba es fácil ver la desolación en la cubierta, el aparejo seguramente roto, aplastado cuando los barrieron las últimas olas. Los daños no son muy graves, no lo parecen. Bajan al Ubel a ordenar y revisar el barco. Encienden las luces, colocan, arreglan y reparan los pequeños destrozos. Van calculando los costes, los tiempos que tendrán que dedicar antes de volver a salir, ocupando la mente y olvidando cuanto pueden la noche, la tormenta. De vez en cuando alguno se para, mira la bocana del puerto, pensativo, silencioso, esperando que suene la bocina que anuncia la llegada de un pesquero. Esperan, pero solo llegan los chillidos de las gaviotas, las olas contra el espigón, la mar. Bajan los ojos, un momento, y vuelven al trabajo.

Como casi todos los días de sus casi noventa años se ha levantado mucho antes del amanecer, sin despertador ni reloj alguno. Hoy ni siquiera le hubiera hecho falta darse algo más de prisa para preparar el bizcocho que tanto les gusta a sus nietos. Hoy ha pasado la noche en vela, tumbada bajo el pesado edredón, sintiendo el vibrar de los cristales con el viento y los truenos, mirando el crucifijo sobre su cabecero, rezando una y otra vez. No quiere más funerales, salvo el suyo, no hay derecho a que haya tenido que enterrar a tantos queridos, tantos amigos. Viuda, huérfana de hijos y nietos, recuerda que hace cinco días fue con sus nietos a ver el pequeño panteón de sus santos, lleno de nombres y vacío de cuerpos, acercándose, como desde que era niña, al acantilado para lanzar las flores a la mar, a la tumba de sus amores. No queda justicia, no puedes ser tan cruel, le grita en su interior al cristo cada vez que vuelve a la cama de ir a mirar por la ventana del último piso. Ha preparado el bizcocho, con el mismo cariño de todos los días que vuelven los barcos de faenar, y lo deja enfriar un poco en la galería. No se ve la mar desde allí, solo el cielo encapotado, más tranquilo, y la calle silenciosa, desembocando en el puerto. De lejos ve el movimiento en el bar, en la ventana empañada, la puerta que se abre y el asomarse de una sombra a mirar el horizonte. Clarea, poco a poco, mientras se aleja la tormenta. La bocina, callada, sigue sin responder a sus oraciones.

Desayuna en silencio, notando en madre la tensión de la noche, mirando a padre, que sabe que debe dejarla sola ahora, que aun no es momento de decir nada, de hacer nada. Sin hambre va comiendo las galletas, por rutina, mirando como absorben la leche templada, como se doblan empapadas, dejando que se derrita en su boca la pasta formada. Se rompen algunas y las deja flotar en el tazón, las deja hundirse en la pequeña mar blanca. Suelta la cucharilla con algo de brusquedad y de un largo trago acaba. Gorka coge la cartera, y al pasar junto a madre, al decir adiós, siente un deseo irrefrenable de abrazarla, de que le abrace, de besarla. Acerca la mano a su hombro, en un gesto inhabitual, y madre le roza el dorso con los dedos húmedos de agua tibia, todos los besos, los abrazos, todos están dados. Sale de la puerta con la mirada de padre, orgulloso, feliz de que marche a las clases, lejos de la mar, lejos de ese oficio de dolor y miseria. Camina por la calle mientras se apagan las farolas, aun oscuro. No tuerce a la derecha, hoy no irá a clase, como tampoco lo harán Edurne ni Amagoya ni su primo Jorge. Baja al puerto, no hacia el bar, en el centro, sino a la derecha de la bocana, cruzando la explanada hasta el comienzo del espigón, andando por el camino de hormigón, con el suelo empapado, el agua aún salpicando al chocar contra los bloques, pero ya sin peligro. Sube a la pequeña atalaya del final, y se asoma al mar, a las miles de crestas blancas iluminadas por la creciente luz, al horizonte vacío y limpio. El también quiere ser marinero, lo ama desde joven, cuando se escapaba de noche a ver vaciar las cajas de pescado. Buscará su oficio en la ciudad, lejos de los barcos, como decidió el día en que su tío le llevó a este mismo espigón y le hablo de su amor, de la amante cruel, de sus muertos flotando en su seno, de su alegría y su dolor que lo empaña todo, mientras le pedía que por su vida, por el amor de su hermana, su madre, se alejara de aquello, de ellos. Mira la mar, esperando al Amari, donde llevó el paquete de madre al tío ayer mismo, ni un adiós le dijo. Se habrá estropeado la vieja radio, por eso no dan señales, se repite, quiere creer, quiere saber, pero poca esperanza le queda ya. Tiembla, de pie, salpicado por las olas, notando la sal que le moja los labios y abre las viejas y eternas heridas.

El viejo Pedro, el experimentado piloto, que mira la ventana, a través de las cortinas, la línea de la colina recortada en el amanecer, los árboles brillando, ocultando aun el sol naciendo. Maldice su buena suerte, avergonzado, sintiéndose culpable, sabiéndose inocente. Golpea la mesa con su mano sana, derramando la taza del nieto, que le mira asustado, sorprendido, que ríe en su inocencia a su abuelo callado, levantando en él una sonrisa mientras se pone como puede el jersey de lana vieja, grande como era él de joven, la manga derecha agarrada al cinturón, el brazo en cabestrillo, escondido, el brazo roto que le libró de este viaje. Sale a la calle el viejo piloto, de la mano de su nieto que ríe al día que nace, el nieto que nace a la vida que sigue viniendo.

Lame los campos, sin prisa, al galope en las grandes mesetas, lenta en las pequeñas montañas, con suavidad va tocando las hierbas, las pequeñas casas, colándose por las calles que despiertan, soplando entre las copas de los árboles, jugando al escondite eterno con la noche que le precede y le sigue. Parece que para un momento el sol sobre la ultima colina, un segundo que deja que pase más lento, saboreando el placer que le llega ya, lanzándose por fin para desbordar con su luz la acogedora bahía, para sumergirse en el agua y bucear entre sus corrientes, chocando en pequeñas explosiones de color con los pequeños peces. Deja el día volar su luz hacia el horizonte, en un viaje siempre de ida, quedando atrás para siempre cada momento de gozo. Salta entre las últimas rocas reptando por el viejo espigón, envolviendo la temblorosa figura del joven con todo su calor, buscando en el, amándolo y abandonándolo feliz, sin apagarlo, al contrario, como un pequeño faro de esperanza que ilumina el día que crece, el azul que rompe ya los jirones de la muerta tormenta.

Danza la mar en su soledad, jugando con el tiempo, saltando y durmiendo, dejándose llevar entre sus cauces. Siente los cuerpos que la atraviesan en movimientos ondulantes, casi aleatorios, siente los cuerpos que flotan inertes, alimentando la vida que la llena, mientras les deja caer a sus abismos. Disfruta de las cicatrices que la marcan en su rostro variable, agreste a veces, calmado tantas otras. Aburrida, quizás, de este pequeño divertimento en la oscuridad, se aleja hacia si misma, dejando atrás heridas y miedos, despreocupada e inocente, la mar, amante que abandona a sus amados, busca en los océanos mientras escucha, lejano, perdiéndose, el sonido de la bocina que penetra sus aguas.

de los días del azar, 9 de Noviembre de 2005

viernes, octubre 03, 2008

Alunizante


Ha sido tremendo, alucinante, no se lo va a creer cuando le cuente.
Todo empezó porque tengo una enfermedad bastante rara que hace que, en cualquier momento, de repente, me quede

jueves, octubre 02, 2008

El sueño de Hakim Ibi Eissaledha.


Aun noche cerrada. En el minarete del este comienza el cántico, maltrecho por un viejo altavoz. Mientras se arrodillan ensimismadas las engalanadas torres, se hablan, se escuchan, se miran y callan, dejando volver de nuevo la noche al reino de los gatos.

La tierra circundante, oscura, yerma, torna rojo vivo, salta la chispa de esta rara luz de roca en roca, se agita, se viste de colores. Ocres laderas, verdes valles escondidos, negras paredes pétreas, desde amarillas arenas y calidos azules llegan voces y ruidos. Corre el agua entre secas ciudades de adobe. Gentes de mil tonos que se miran y sonríen, marchando al alba a su pobre jornal, mujeres que sufren su condición en su eterna sombra diurna.

El turista mira desde la terraza de la cafetería, verde vaso en la mesa, el pasar de las gentes, mulas, bicis, carros, coches, restos y basuras. Mientras disfruta del para él ininteligible recitar místico de la canción, observa como el niño escruta los dulces aceitosos de la panadería, como duda, y sigue su camino a la escuela. En el último momento sus miradas se cruzan, y se van. El turista termina su té, paga y marcha a sus mapas, sus guías, sus intentos de entender, su silencioso rechazo.

Hakim corre en su segundo día de escuela. Un cuaderno maltrecho, un bolígrafo regalado, y ganas de ver a los amigos del pequeño barrio. Rugen sus tripas al ver los deliciosos dulces, pero hoy no puede ser. Alejándose observa al turista. Le olvida, mientras sueña.

Algún día iré a Europa, algún día seré rico, como tú.


23 de septiembre de 2005