martes, agosto 22, 2006

El pequeño huesped

Vuelve a llover, humedo sobre los campos eternos, cruzados de viejos palacios, gentes que caminan sin buscar donde, vacas sagradas que miran tu perturbadora imagen. Vuelve a llover, otra vez.
Cuentan que cada vez que te llueve, durante las seis horas seguidas en que lo hace, caen entre doscientas (!nunca menos!) y dieciseismil millones de gotas de agua, de peso inferior al gramo, livianas, puras, frescas en el calor del monzón. De todas ellas, en unos pocos centenares viajan los pequeños huespedes.
Los pequeños huespedes emigraron desde las tierras altas al cielo azul hace trece siglos. Un día, mirando el reflejo del sol al caer en los meandros del ganges, se sintieron ligeros, embriagados, borrachos de luz, y se dejaron llevar por el viento del norte. Trece siglos en lo alto, mirando el eterno fulgor de las estrellas. A veces sienten la sed, el ansia, perciben lejos lo imperceptible. Y se dejan caer. En cada gota un pequeño huesped que vuelve a la tierra madre, pleno de luz por unos siglos más. En cada cristal de agua una vida que desciende entre millones de estériles gotas.
Y en un último esfuerzo rozan los dedos del viejo amante, el viento del norte, y surcan la marea que cae hasta decender, suavemente, sobre tu pelo. Esa gota que sentiste diferente, esa que se posó y te hizo surgir un escalofrio desde el fondo de la nuca.
El pequeño huesped navega entre tus cabellos, baja por tu frente, alejándose de tus ojos, circunvalando tu sonrisa, y se deja deslizar por tu hermoso cuello eterno, para sumergirse en la calided de tu seno, junto a tu corazón.
Busca la compañía para la que nació, y, quizas, ama lo que merece ser amado.
En las noches calidas, al despejar las nubes, el pequeño huesped abandona tu seno y busca en tus ojos el color de las estrellas.