miércoles, octubre 15, 2008

de lo real y lo divino



La segunda vez que perdí la virginidad fue también con una extranjera, francesa para más señas. La primera vez, bueno, no tengo claro como considerarlo. En verano mis padres tenían añoranzas de su época juvenil, de antes de volver a España, y les entraban ganas de salir de viaje. Así que cargaban la furgoneta, un colchón, comida, bebidas y el suficiente costo, aunque de esa parte tarde algo en enterarme, me dejaban en el pueblo de mi tío, y allí, a pie de playa, se despedían por un mes.

No eran malos padres, no, lo cierto es que llegado junio estaban insoportables, y llegadas las notas estaban aun mas insoportables, y yo estaba insoportable, y todo era insoportable, así que lo mejor para todos era que se fueran, ellos felices, yo feliz y mi tío, bueno, mi tío siempre estaba feliz, no es que se drogara mucho ni se pasaba todo el día borracho, simplemente era feliz. Lo decidió con casi veintiséis años. Dijo voy a ser feliz, cambió la cara, cambió los hechos, algunas costumbres, cambió, poco a poco. Lo se porque estaba delante, el veintitrés de julio del ochenta y cuatro, siempre celebró esa fecha, comiendo ensalada y revuelto de setas. Se levantó, tirando el vaso de vino, y permaneció así largo rato, mirándome, aunque creo que no me veía. Luego dijo voy a ser feliz. Bueno, dijo estoy harto, hasta los cojones, voy a ser feliz, pero entonces yo aun intentaba no decir palabrotas. Luego se paso el resto de verano intentándolo. Le costó, bien que le costó. Pero lo ha conseguido. Yo creo que le quiero imitar, aunque ese día no me comí el revuelto de setas, quien sabe.

Pero no fue ese verano, la primera, no, fue dos después, tenia ya catorce años, o quince, según lo cuentes. Y mientras las luces de la furgoneta desaparecían mi tío decidió que era buena hora para bañarse desnudo a la luz de la luna. Así que le miraba desde la arena, sentado en la maleta, esperando, cuando llegó un grupito de chavales, por como hablaban alemanes o rusos o algo así, y al pasar me miraban, miraban a Alberto, mi tío, me miraban y reían, no entendía nada, pero allí estaba la tía más buena que había visto nunca, un angelillo rubio con un cuerpo de diablesa. Me dejó sin habla, en blanco, sin reacción. No, no fue ella, ójala, porque a ella no la toqué nunca, supe su nombre e incluso una vez hable con ella, pero nada. Si lo cuento es porque estaba increíble y porque fue por ella que hice por conocer al grupo ese.

Cosa que me llevó casi veinte días del mes que estuve. Una chapuza. Y para cuando les conocí se iban al día siguiente. Lo bueno, que se emborracharon bastante, lo malo, que me emborrache bastante. Terminé en la playa agarrado a una chica o ella agarrada a mi, nos separamos, lejos, bueno, ella sabia bastante más, yo andaba perdido, nos bajamos los pantalones, todo, llenos de arena, torpemente, y allí, sin preservativos, sin pensarlo mucho, nos dispusimos a hacerlo, que nervios, que emoción, así que rocé con el pene entre sus carnes, note el calor, los ojos cerrados, empecé a moverme un poco, ella gemía.

Y me corrí, así, sin más. Me temblaba todo. Abrí los ojos, a la altura de su pecho, mi semen alrededor de sus muslos, no llegué más lejos. Por suerte, ya digo, ni gomas ni nada. Yo mareado, ella seguía gimiendo, o eso me parecía entonces. La mire lo justo para verla vomitarse encima. Y yo encima de ella, por solidaridad.

Bueno, no se si definirlo como perder la virginidad. Aunque la toque el pecho y bueno, también lo demás, bueno, no, porque no me dejó, pero casi, un poco, al principio. Hubiéramos follado, pero no me dejó tocarla. Son cosas que sigo sin entender. Empezaba a amanecer, ella tumbada, medio dormida, con una pinta asquerosa, yo borracho, abochornado, un puñetero crió. La vestí como pude, la limpié como pude, la acomodé como pude y me largué. No salí de casa el resto de las vacaciones y nunca me alegré tanto de que apareciera la furgoneta. Por suerte ese grupo nunca volvió a veranear por allí. Aun así a veces me acuerdo, y se me cae la felicidad al suelo, una mezcla amarga de frustración, vergüenza y la propia estupidez. Somos lo que hacemos, o hicimos, somos nuestros propios recuerdos. Luego me acuerdo de Alberto, del revuelto de setas y algunas veces no tardo mucho en volver a estar feliz.

Esa fue la primera vez. Tuvieron que pasar unos años para que pudiera tener nuevas experiencias. Mucho instituto, mucha chica, muchas compañeras de curso, pero lo único que tenía eran calentones, despechos ó meteduras de pata garrafales. También otras cosas, vale. Que estaba obsesionado, pues si, lo normal, pero no tanto como para portarme como un cabrón. Supongo que el regusto de aquella playa me hacía pensar algo más en lo que se podía sentir, el daño que podía hacer, intentar ser buena gente. Vamos, que ni una rosca yendo así.

Volvía en julio a la playa, a salir con los otros veraneantes, a emborracharnos, incluso algún beso casi robado, a pasarlo bien con el grupo y no comerme mucho la cabeza. Lo cierto es que estaba muy bien. Y a observar la búsqueda de la felicidad de Alberto. Su vida disoluta, su falta de expectativas, a lo que viniera, sus ligues, largos o cortos, aquellas mujeres que pasaban por la casa, verlas tomando el sol en la terraza, me trataban como lo que era, un chaval, no una mascota, pero no andaba lejos, así que en parte me aprovechaba, las escuchaba, las espiaba al tomar el sol, sueños gloriosos los de aquellos tiempos. Se que Alberto se daba cuenta, se que lo sabía y se que se reía y a veces me tendía trampas con algunas de ellas. Menudo cabrón. Supongo que le envidiaba, le envidio, menos, ya no tengo necesidad, que cabrón.

Un año crecí, no es que me hiciera más mayor, ni que madurara, eso son bobadas de autocomplacencia juvenil. Simplemente crecí, casi quince centímetros en un año. Así que aparentemente me hice mayor, aunque era el mismo imbecil, o lo que fuera que fuera, que antes. Aunque comparado con los compañeros del instituto ahora finalizado no era ningún imbecil, menuda panda. Pero lo que importaba aquel mi último verano, aun no lo sabia, pero era el último, era la apariencia. Y por lo menos algo más si que aparentaba.

Cuando llamé a la casa me abrió Elisa, una francesa que había conocido en semana santa, cuando comieron en casa camino de Marruecos y no se que otros sitios de África. No era muy guapa, pero al menos si bastante simpática. Alberto escribía en el salón. Nunca supe lo que escribía, de la vida, de las experiencias, de lo bueno, de lo malo, de las palabras y de los colores, me respondía de diferente manera cada vez que le preguntaba pero no me dejaba leer, y nunca le espié, a veces me arrepiento, pero creo que me siento orgulloso. Aunque joder, nunca he sabido que escribía. Igual eran bobadas.

Ella tomaba el sol desnuda en la terraza, paseaba por la casa solo con la braga, o con la parte de abajo del biquini, o con unas camisetas grandes, blancas, finas, lo cual era casi peor. Fue estupendo el primer día, pero a la vez me empezó a resultar incómodo, no la quería mirar y no podía evitarlo, no quería excitarme y no podía controlarlo. Me hubiera pasado los días masturbándome de forma compulsiva, y en parte no me hubiera importado, pero vivía con ella, me caía muy bien, era la chica de mi tío, no, no podía.

Así que terminé pasando casi todo el día fuera, la mayor parte del tiempo, comidas y todo en casa de Marcos. Le conocía de todos los años, incluso nos veíamos, a veces, fuera del verano. Sus padres conocían a los míos y no tardaron en semiadoptarme. En parte no les gustaba mucho Alberto, en parte pensaban en mí, abandonado cada verano, como en un pobre huérfano con necesidad de padres. A veces Marcos y yo lo discutíamos y casi siempre llegábamos a la conclusión de que el era bastante más huérfano que yo. Pero eso no se lo dices a unos padres, nunca. Así que capeábamos los ratos pesados y seguíamos a lo nuestro. A mediados de Agosto se fueron una semana a no se que temas de los abuelos, unas gestiones, y nos dejaron a los dos huerfanitos allí. Ya ni iba a dormir por casa. A veces, de paso, a saludar, a por ropa, a por dinero. El día que fui a decir que íbamos dos días a las islas me encontré con Elisa, o eso pensaba, en la cocina, no la miré mucho, hasta que me di cuenta que llevaba vaqueros, camiseta, iba vestida.

No era ella, claro. Así que descubro el día que me voy unas noches que Elisa tiene una hermana pequeña con una nariz preciosa y un cuerpo aun mejor, que no habla español, pero que no importaba porque solo la oía, la sentía. En cinco minutos me enamoro, locamente, salvajemente. Escribo una nota, farfullo algo, dejo el recado, me lo pienso, dejo la excursión, vuelvo a hacer la bolsa, la dejo, doy saltos por la habitación, me miro al espejo, y grito, sin voz, imbecil, tú eres imbecil. Ella se va a los dos días, puede que no la vea, sigo botando y gesticulando hasta que la veo en la puerta, riendo, también, sin voz. Cojo la bolsa, el saco, tartamudeo algo, salgo junto a ella, ando, paro, vuelvo, la doy un pico y salgo cagando leches, con una risa detrás. Pasan casi cuatro horas hasta que vuelvo a decir nada coherente, ya en las islas.

De allí vuelvo directo a casa de Marcos. No quiero ni pasar por casa. Esa tarde apareció Alberto. Se iba esa noche con Elisa a casa de unos amigos. Yo tenía que quedarme en casa por el problema de la cocina, que tenía cierto truco. Estephanie salía al día siguiente, y no se qué excusa más. Le miraba, me lo explicaba, feliz, y sabía que lo sabía, sabía que se reía y que no se reía, que seguía con su felicidad y que me lo quería hacer ver. Que cabrón, lo sabía, me dejó allá en casa sabiéndolo. Solo pude hablar a medias, casi no la miraba, trate de no cruzarme, de no rozarla, me aleje al máximo. A veces la pillé sonriendo, divertida. Me fui pronto a la cama. Al rato volví al salón, farfullé en mi escaso francés lo siento, disculpa, fui un tonto, y sin tiempo a más volví a huir, a la habitación, deseando que se fuera pronto al día siguiente, deseando que se quedara para siempre.

Esa noche perdí la virginidad, otra vez, con ella. Supongo que Alberto sonreiría donde estuviera. Supongo, no lo se, en un momento de la noche me desperté y estaba en la silla, mirando, yo debía estar aun soñando, así que en mi sueño la hice levantarse y acercarse, la hice que me besara, la besé, la deje desnudarse y me fui perdiendo en su cuerpo, en su tibieza y su olor deseando no despertar, aprendí a hacer cosas que ya sabía hacer, la dejé que me tocara, que me desnudara, busqué un preservativo. Bueno, a esa edad tienes el tema de los embarazos muy metido, así que lo incluí en el sueño. Busque la goma, la única que tenía, habíamos comprado no se que día con Marcos y el resto. Solo me quedé esa. Me acerque, nervioso, me acarició con la mano, me agarró.

Y me corrí, otra vez, sobre sus piernas, en el preservativo. En mi único preservativo. Me fui para atrás, caí de la cama, disculpándome, y no me despertaba, seguía dormido. Así que en realidad estaba despierto, cosa que ya sabía pero me costaba creer, cómo me lo iba a creer, para estas cosas están las películas, los libros, no tu vida. Miraba el condón lleno, a ella, la puerta, a ella. Se reía. Con gracia. No de mi, simplemente se reía. Por lo menos no la había vomitado.

Hicimos el amor. Bueno, no lo hicimos, pero lo hicimos. O al menos a mi me gustó más que otras veces que sí que lo hice. De hecho la primera vez que lo hice fue un desastre, ni divertido ni para recordar. Con Estephanie hice el amor. En la felicidad que venia de la casa de Alberto ese fue mi recuerdo.

Ella se fue antes de que yo despertara. No la he vuelto a ver. Todo sigue. Llegaron mis padres y volví, a la universidad, a las cosas. Alberto y Elisa dijeron de viajar, de ver que había por ahí. Y se fueron de viaje. Hace catorce años. Me mandan postales de su felicidad o de lo que sea que hacen. Le envidio, les envidio, lo intento, lo consigo. A veces no.

Estoy en mi cocina, mirando la silla vacía. Eduard se fue hace ocho meses, a Canadá, esta vez para siempre. Vivimos juntos los últimos cinco años. Fue mi primer novio. Así que la tercera vez que perdí la virginidad fue, de nuevo, con un extranjero. Aunque creo que la virginidad se pierde, y se encuentra, cada vez. O nunca. Qué lo mismo da. Me acuerdo, ahora, de estas cosas, de estas historias.

Eduard se fue. Estoy de pie, el café tirado. Me he levantado, he gritado estoy harto, voy a ser feliz, joder, ó mierda, o carajo, no se. Pero no me ha contestado nadie. No hay nadie. Tengo la tele puesta, hace 8 días que fue el tsunami. Siguen hablando de ello. En la imagen una playa arrasada, unas montañas extrañas al fondo.

Sobre la mesa una postal con esas montañas. La recogí ayer noche. Están muy bien, los dos. Les gustan esas tierras, esas gentes. Como siempre me dicen que lo haga, que lo sea. Se que están bien, que se divierten, se que ríen en las noches. Les respondo sus besos, en voz alta. Se que son felices, que eso es lo que eligieron. Miro la tele, el número de teléfono de familiares. No lo apunto, pongo la postal en el corcho, junto a las demás. Lo que sea está bien, seguro. Cómo te envidio, cómo te agradezco. Yo soy.

Lo intento, al menos. Que cabrón, creo que me voy a hacer un revuelto de setas.