lunes, octubre 13, 2008

La larga espera del Amari


El mar, ó la mar, la amante cruel. Moviendo sus aguas, meciendo su quietud, se acerca a las tierras secas, trepa, desde el fondo, desde lo más tenebroso de su enorme ser, elevándose, llamada por la luminosidad aun no vista. Se alza la mar entre las murallas de piedras y arena, agita los corales aferrados en su seno, lucha contra si misma, alzándose sobre la tierra, saltando, alcanzando el cielo añorado, flotando en el aire frágil, para caer, para volver a su ser, regresar a ese su único cuerpo, ese su lugar. Alejándose siempre, para volver una y otra vez. Quiere la mar escapar de si misma, quiere ser, quiere jugar en otros paisajes. Quiere la mar, y no puede. Quizás se encuentre cansada ya de sus viejas compañas, meciendo la calma de los bancos de peces, acariciando la áspera piel de la ballena que se sumerge en su seno, gozando del dolor de la cicatriz del pequeño barco, salpicando con gotas tan grandes como el mismo océano, tan llenas de si misma como el basto horizonte, salpicando el rostro curtido del marinero, iluminado en el trueno lejano. Quiere la mar escapar, quiere jugar, mas se encuentra sola en su juego. Llora la mar en olas de espuma, llora en gemidos contra la tierra, canta el dolor de su soledad, arrullando la noche.

Desde la cocina del bar, a pie del pequeño puerto, Carmen se asoma a la sala. Esta madrugada el silencio es mayor, diferente al silencio de los hombres recién levantados. Callados en el temor, alguien rompe con un chiste fácil la tensa espera. Siguen algunos comentarios, alguna chanza, incluso risas, alejando la negra noche aun cerrada. Se seca las manos en el turbio trapo de su cintura, mirando de reojo el aceite caliente. Prepararé más café. Hoy la mañana puede que se haga larga, piensa mientras calcula qué comida sacar de la cámara, cuánto pan mandar a comprar. Mira por el ventanuco hacia el lejano mar, invisible todavía, con un escalofrío que la recorre el cuerpo.

Escucha la campana del microondas desde el baño. Con la camisa a medio abrochar busca el café, demasiado caliente, y lo templa con un poco de leche fría. Un par de galletas y una manzana que guarda en el bolso al volver al baño, a lavarse los dientes. Llega justa, muy justa. Se entretuvo hablando por teléfono con Juana, calmándola, apaciguando su miedo. Sale a la calle, casi corriendo, hacia la parada del autobús. Nota en el conductor la tranquilidad que le asoma al verla aparecer, la costumbre de los días, los años de tomar el camino de la ciudad. Se sienta donde siempre, cansada, sabiendo que el sacrificio de madrugar merece la pena, que quiere a esa gente, ese pueblo suyo. Sube rugiendo el autobús la cuesta última, antes de la curva. Desde arriba Andrea mira al mar, abajo, buscando. En la lejanía la oscuridad queda rota por los rayos. Solo eso, ninguna luz perdida. El autobús gira, internándose en el bosque, hacia la ciudad.

Víctor se cruza con el autobús poco después del cruce. El pequeño camión va tomando las curvas con calma, lejos de la habitual brusquedad. Ha encendido la radio hace poco, cuando ya casi había llegado. No le merece la pena dar la vuelta, a tantos kilómetros del mercado, pero ya no tiene prisa. Aparca en el lugar habitual, sin nadie, esta vez, que le espere. Camino del bar mira al Ubel bajo la luz de las farolas, vacío, mísero, algo roto. Se sube el cuello del jersey en los últimos pasos, antes de empujar la puerta. Saluda a los conocidos, sin preguntar, no hace falta. Con el café en la mano, esperando al bocadillo, lee el periódico y entra de vez en cuando en la conversación. Se siente parte de ellos, y a la vez se sabe fuera, lejos, de otro mundo. Asomado al fondo de su taza, se acuerda de su hijo que se estará levantando, de la mujer, que ya habrá desayunado y saldrá pronto a la pescadería. Asomado al pozo negro de este café espera al amanecer. El ruido de la debilitada tormenta entra cuando abren la puerta. Aunque hace calor dentro encoge los hombros y vuelve a subirse el cuello del jersey con un escalofrío, con ganas de irse y de permanecer allí.

Abre la puerta de casa con dificultad, las manos casi heladas y sin fuerza. Sube las escaleras sin hacer ruido para asomarse a la cocina a saludar a Itchiar, un gesto, un asentimiento de respuesta, con una pregunta en la cara. Calla, negando. Se acerca a la habitación de los pequeños. Desde la oscuridad les siente dormir, la respiración profunda, el ligero crujir de las sabanas al agitar los pies. Necesita darles un beso, un abrazo, pero no quiere despertarles, es muy pronto. En la cocina se quita el abrigo húmedo de sal y agua. Lo cuelga cerca de la calefacción y toma una taza limpia. Itchiar ya ha calentado leche y la acerca el cacao y las pastas. La radio, bajita, va dando las noticias, al final, de pasada, se reconocen. Idoya aprieta fuerte la taza, busca su calor, y deja escapar un pequeño grito sordo mientras su hermana la abraza besándola en el pelo. En la ventana empieza a entrar la luz del que parecía lejano día.

Jose, Iván y Esteban salen del bar a la fría mañana y se encaminan al barco. Desde el muelle miran las cajas esparcidas, las que quedaron sin recoger en el precipitado regreso. Colocan las que no ha roto el viento, arrojando a un lado las otras, pocas, por suerte. Desde arriba es fácil ver la desolación en la cubierta, el aparejo seguramente roto, aplastado cuando los barrieron las últimas olas. Los daños no son muy graves, no lo parecen. Bajan al Ubel a ordenar y revisar el barco. Encienden las luces, colocan, arreglan y reparan los pequeños destrozos. Van calculando los costes, los tiempos que tendrán que dedicar antes de volver a salir, ocupando la mente y olvidando cuanto pueden la noche, la tormenta. De vez en cuando alguno se para, mira la bocana del puerto, pensativo, silencioso, esperando que suene la bocina que anuncia la llegada de un pesquero. Esperan, pero solo llegan los chillidos de las gaviotas, las olas contra el espigón, la mar. Bajan los ojos, un momento, y vuelven al trabajo.

Como casi todos los días de sus casi noventa años se ha levantado mucho antes del amanecer, sin despertador ni reloj alguno. Hoy ni siquiera le hubiera hecho falta darse algo más de prisa para preparar el bizcocho que tanto les gusta a sus nietos. Hoy ha pasado la noche en vela, tumbada bajo el pesado edredón, sintiendo el vibrar de los cristales con el viento y los truenos, mirando el crucifijo sobre su cabecero, rezando una y otra vez. No quiere más funerales, salvo el suyo, no hay derecho a que haya tenido que enterrar a tantos queridos, tantos amigos. Viuda, huérfana de hijos y nietos, recuerda que hace cinco días fue con sus nietos a ver el pequeño panteón de sus santos, lleno de nombres y vacío de cuerpos, acercándose, como desde que era niña, al acantilado para lanzar las flores a la mar, a la tumba de sus amores. No queda justicia, no puedes ser tan cruel, le grita en su interior al cristo cada vez que vuelve a la cama de ir a mirar por la ventana del último piso. Ha preparado el bizcocho, con el mismo cariño de todos los días que vuelven los barcos de faenar, y lo deja enfriar un poco en la galería. No se ve la mar desde allí, solo el cielo encapotado, más tranquilo, y la calle silenciosa, desembocando en el puerto. De lejos ve el movimiento en el bar, en la ventana empañada, la puerta que se abre y el asomarse de una sombra a mirar el horizonte. Clarea, poco a poco, mientras se aleja la tormenta. La bocina, callada, sigue sin responder a sus oraciones.

Desayuna en silencio, notando en madre la tensión de la noche, mirando a padre, que sabe que debe dejarla sola ahora, que aun no es momento de decir nada, de hacer nada. Sin hambre va comiendo las galletas, por rutina, mirando como absorben la leche templada, como se doblan empapadas, dejando que se derrita en su boca la pasta formada. Se rompen algunas y las deja flotar en el tazón, las deja hundirse en la pequeña mar blanca. Suelta la cucharilla con algo de brusquedad y de un largo trago acaba. Gorka coge la cartera, y al pasar junto a madre, al decir adiós, siente un deseo irrefrenable de abrazarla, de que le abrace, de besarla. Acerca la mano a su hombro, en un gesto inhabitual, y madre le roza el dorso con los dedos húmedos de agua tibia, todos los besos, los abrazos, todos están dados. Sale de la puerta con la mirada de padre, orgulloso, feliz de que marche a las clases, lejos de la mar, lejos de ese oficio de dolor y miseria. Camina por la calle mientras se apagan las farolas, aun oscuro. No tuerce a la derecha, hoy no irá a clase, como tampoco lo harán Edurne ni Amagoya ni su primo Jorge. Baja al puerto, no hacia el bar, en el centro, sino a la derecha de la bocana, cruzando la explanada hasta el comienzo del espigón, andando por el camino de hormigón, con el suelo empapado, el agua aún salpicando al chocar contra los bloques, pero ya sin peligro. Sube a la pequeña atalaya del final, y se asoma al mar, a las miles de crestas blancas iluminadas por la creciente luz, al horizonte vacío y limpio. El también quiere ser marinero, lo ama desde joven, cuando se escapaba de noche a ver vaciar las cajas de pescado. Buscará su oficio en la ciudad, lejos de los barcos, como decidió el día en que su tío le llevó a este mismo espigón y le hablo de su amor, de la amante cruel, de sus muertos flotando en su seno, de su alegría y su dolor que lo empaña todo, mientras le pedía que por su vida, por el amor de su hermana, su madre, se alejara de aquello, de ellos. Mira la mar, esperando al Amari, donde llevó el paquete de madre al tío ayer mismo, ni un adiós le dijo. Se habrá estropeado la vieja radio, por eso no dan señales, se repite, quiere creer, quiere saber, pero poca esperanza le queda ya. Tiembla, de pie, salpicado por las olas, notando la sal que le moja los labios y abre las viejas y eternas heridas.

El viejo Pedro, el experimentado piloto, que mira la ventana, a través de las cortinas, la línea de la colina recortada en el amanecer, los árboles brillando, ocultando aun el sol naciendo. Maldice su buena suerte, avergonzado, sintiéndose culpable, sabiéndose inocente. Golpea la mesa con su mano sana, derramando la taza del nieto, que le mira asustado, sorprendido, que ríe en su inocencia a su abuelo callado, levantando en él una sonrisa mientras se pone como puede el jersey de lana vieja, grande como era él de joven, la manga derecha agarrada al cinturón, el brazo en cabestrillo, escondido, el brazo roto que le libró de este viaje. Sale a la calle el viejo piloto, de la mano de su nieto que ríe al día que nace, el nieto que nace a la vida que sigue viniendo.

Lame los campos, sin prisa, al galope en las grandes mesetas, lenta en las pequeñas montañas, con suavidad va tocando las hierbas, las pequeñas casas, colándose por las calles que despiertan, soplando entre las copas de los árboles, jugando al escondite eterno con la noche que le precede y le sigue. Parece que para un momento el sol sobre la ultima colina, un segundo que deja que pase más lento, saboreando el placer que le llega ya, lanzándose por fin para desbordar con su luz la acogedora bahía, para sumergirse en el agua y bucear entre sus corrientes, chocando en pequeñas explosiones de color con los pequeños peces. Deja el día volar su luz hacia el horizonte, en un viaje siempre de ida, quedando atrás para siempre cada momento de gozo. Salta entre las últimas rocas reptando por el viejo espigón, envolviendo la temblorosa figura del joven con todo su calor, buscando en el, amándolo y abandonándolo feliz, sin apagarlo, al contrario, como un pequeño faro de esperanza que ilumina el día que crece, el azul que rompe ya los jirones de la muerta tormenta.

Danza la mar en su soledad, jugando con el tiempo, saltando y durmiendo, dejándose llevar entre sus cauces. Siente los cuerpos que la atraviesan en movimientos ondulantes, casi aleatorios, siente los cuerpos que flotan inertes, alimentando la vida que la llena, mientras les deja caer a sus abismos. Disfruta de las cicatrices que la marcan en su rostro variable, agreste a veces, calmado tantas otras. Aburrida, quizás, de este pequeño divertimento en la oscuridad, se aleja hacia si misma, dejando atrás heridas y miedos, despreocupada e inocente, la mar, amante que abandona a sus amados, busca en los océanos mientras escucha, lejano, perdiéndose, el sonido de la bocina que penetra sus aguas.

de los días del azar, 9 de Noviembre de 2005