miércoles, agosto 30, 2006

La imagen de Ana Valpaus

Aquella imagen se quedo grabada en mi mente. Aunque era pequeño no creo que olvide nunca la escena. No recuerdo la fecha, pero supongo que era verano porque si no debería estar en el colegio. Tampoco importa. Ana Valpaus subía la calle cargada con la compra desde el mercado. Yo jugaba en la Plaza de la Soledad, entre los puestos, y me asomé a la Calle de la Escalera. Me gustaba esa calle, con sus largos escalones donde sentarse a mirar el lento andar de las gentes, donde saltar y ser un avión, ser un pájaro que parece que flota entre escalón y escalón. Desde la plaza la vi, de espaldas, subiendo, casi al final. Era una mujer fuerte, de treinta y pocos años, espalda ancha. Cargar con todas esas bolsas no ralentizaba su ritmo. Era hermosa, desde el punto de vista de un niño, era bella, como pude saber años después. La conocía porque vivía en el bloque de enfrente y yo jugaba con Esteban y Marga, sus hijos. A veces subía a tomar la merienda y me acariciaba el pelo. Quise dormir allí alguna vez, pero mis padres no me dejaban, no les gustaba Alfredo, el padre, el marido. A mi tampoco. Si el venia y nos encontraba allí, Esteban y yo nos escondíamos y luego huíamos. Gritaba, olía. A mi me parecía un ogro, pero llegaba a la calle y con los juegos lo olvidaba. Era un niño.

Miraba a Ana subir. Junto a ella iba Marga, con una caja. Alta para su edad, mayor que yo, se parecían. Ana trabajaba en la fabrica de zapatos. Volvió allí cuando Esteban empezó a ir a preescolar. Alguna vez oí al quiosquero que las voces se oyeron toda la noche, y que su primera semana no pudo ir, siquiera salió de casa. Pero ahora trabajaba. Lo cierto es que la gente hablaba. El barrio era pequeño, todos hablan, todos se esconden luego. Trabajaba, cuidaba de la casa, de Esteban, de Marga (y esta de nosotros, era la que nos solía hacer la merienda), y estudiaba a escondidas de su marido, me gustaba verla con el cuaderno y el lápiz roído, en la galería, aquellas tardes después del colegio. También aprendía finlandés y francés con la señora Bregmaun, la esposa del ingeniero. Se caían bien, y la enseñaba el idioma. Para que querría saber esas cosas, normal que se cabreara Alfredo, decían en la pescadería. A mi me gustaba su sonido, nos contaba cuentos en finlandés, a los tres. No se de que hablaban, pero imaginaba los bosques, el viento en sus palabras, los árboles cantar en su boca, los lagos y miles de duendes, de gnomos, de criaturas felices y otras temibles. Nunca sabré si acababa los cuentos, por no entender, o porque él volvía del trabajo, y huíamos los dos, o los tres, escapando de los ogros de la realidad. Ella se quedaba. Y en sus ojos, alguna vez, vi la nada mirándome, vacíos. Hacía dos tardes Esteban y yo oímos los gritos desde la calle, Marga miraba, en la ventana. Luego se cerró la cortina y el quiosquero subió la radio. Radio Futura le cantaba a estatuas de metal, a lagrimas de acero. Jugamos, olvidamos.

Estaba casi al final de la calle, en el penúltimo escalón, cuando se rompieron las dos bolsas de la derecha. Perdió el equilibrio y soltó la otra mano para apoyarse en Marga. Las bolsas cayeron. La calle bajaba y pronto empezaron a rodar algunas cosas, algún cristal roto, media docena de huevos que apenas chocaron rompieron dejando un rastro feo y viscoso. Varias naranjas, manzanas, bajaban hacia la plaza, con ruidos cada vez mas sordos, mas rotos. La sandía, enorme, verde, brillaba al dar vueltas hasta que partió por la mitad. Unos segundos y la calle, vacía, estaba llena de restos. Yo miraba la sandía, junto a mi, regando de rojo la acera. Relucía al sol, reflejos de color intenso, aunque a mi me parecía una cabeza de espantapájaros rota, sangrante. Miré arriba. Ana, sentada, contemplaba con la boca entreabierta. Se que miraba la sandía, el rojo, la sangre. Toda la fuerza, todas las tardes llenas de su sonrisa, todo su empuje por sus hijos, por seguir, toda su vida, todo su llenar ese vacío que a veces vi, todo, todo se fue, se perdió unos instantes. Lo sentí ir, mirando como sus ojos volvieron a vaciarse e inundarse de lagrimas. Derrotada, lloró.

Ella, sentada, hundida, Marga de pie, su mano en el hombro, la cabeza gacha. Esa imagen. Existen cosas de la infancia que inventas, que cambias, que mezclas. Existen recuerdos reales. Son los del fuego, los del dolor, los de la alegría. Son los que no se olvidan. Nunca.
Estaba agachado junto a la sandía mirándolas. Bajé la vista, el sol casi molestaba en la pulpa. No se porqué veía eso, pero era como sangre, viscosa, roja. Acerqué la mano y toqué el liquido. Lo tuve que probar para sentir que sólo era sandía. A medio metro una manzana, perfecta, sin un solo golpe a pesar de la caída, como recién cogida del árbol. La tomé y subí la cuesta, de pie, bajo esa extraña estampa que formaban las dos. Marga, el rostro escondido, pero yo sabía que lloraba. Ana frente a mi, sin verme. La acerqué la manzana, frente a su cara, y en un impulso, un sin pensar, con el dedo la borré las lagrimas que caían de su ojo. Me miró, sus ojos volvieron, un poco, esbozaba una sonrisa. Si no está estropeada cómetela tú. Me lo dijo con cariño, y al tiempo me estaba pidiendo perdón, y al tiempo me decía, vete, por favor, vete. Pasé junto a Marga, rozándonos, un temblor mutuo. Dijo algo, o nada, no lo se. A unos metros me volví para ver como la calle, hasta entonces vacía, se llenaba de gente que miraban y ayudaban a recoger.
Marché a casa. Y mientras comía el fruta el aire me sabía a sandía y a manzana, y mi mano aun manchada de lo que había sido sangre y no era, quizás, sino zumo.

No muchos días después vino Esteban a media mañana, asustado. Jugamos mientras mis padres salían y entraban, todas las ventanas cerradas, pero aun así podíamos oír algo, a veces. Quemábamos el Scalextric. Vueltas y más vueltas. Cada coche que saltaba por los aires era rápidamente puesto en la pista. Cientos de vueltas, conseguimos reír. Esa noche durmió en casa. De madrugada vinieron Ana y Marga. Se supone que yo dormía, pero las vi entrar cuando afuera clareaba. No se de qué hablarían, era pequeño, me refugié en la habitación. Se fueron los tres. Alfredo se había marchado la tarde anterior de casa. Quizás no volviera, no lo sabían. A madre la oí que era lo mejor. Padre asentía. Se investigó algo. Ana tampoco parece que intentará buscarlo, trabajaba y podía seguir adelante. La familia de él, su hermana y un hermano lejano hablaron con Ana y con mi padres, y poco más. La mañana siguiente bajé con mi padre a por la prensa. Se miraron, él y el quiosquero, y sentí algo, mucho, en ese silencio, en ese compartir lo conocido. Sentí algo dentro, que me llenaba, que me subía desde el estomago. No queriendo llorar, salí corriendo. Cosas de niños. La vida sigue, y en ciertas edades todo dura mucho tiempo, y nada a la vez. Un verano que pasa, otro curso, la nave va, infatigable. Las cosas pasan y tampoco te preguntas mucho por qué. Esteban y yo seguíamos jugando, volví a disfrutar del sonido del idioma lejano, de las meriendas de Marga. En Ana veía, en sus verdes ojos, más cosas, vida, calma, más calma, más felicidad. Tiempos alegres. Su falta, del ogro, para mi no significó nada, salvo en lo que a ellos respecta, que era mucho en mi pequeño mundo, y poco, en mi corta vida, aún.

A los tres años volvieron a su país la señora Bregmaun y su marido. Cinco meses después, en junio, se fueron ellos a vivir allí, a Finlandia. Los tres. Es duro cuando en plena adolescencia se va tu mejor amigo, tu confidente, tu colega para las cosas buenas, y para las perrerías. Una noche, su ultima noche en el pueblo, en las fiestas, nos emborrachamos, reímos y lloramos y cantamos a la luna. Marga nos encontró al amanecer, todo el grupo sentado en el pequeño parque junto a la era, cerca de nuestras casas. Esteban soltó sin ganas el abrazo de Belén, empezó a despedirse y terminamos en un abrazo todos. Caminé junto a ellos hacia la casa, con el brazo de Marga, la callada Marga de siempre, rodeando mi cuello. Tuve que huir para no ver el coche al irse, sintiendo aún los abrazos alrededor de mi cuerpo, y la cara en llamas por los besos de Ana y de Marga, llena la cara de, esta vez, dulce sangre.

A una estación le sigue otra, y a un año el siguiente. La adolescencia termina no sabes muy bien cuando, y los recuerdos van y desaparecen. Cartas, postales, meses vacíos, año vacíos, cumpleaños felicitados, siempre, pocas llamadas, eran otros tiempos, sin móviles, sin internet. Y un día te encuentras, un hombre adulto, con tu trabajo, tus miserias y tus alegrías, te encuentras a ti mismo mirándote al espejo del ascensor, mirando esos ojos que se preguntan quién coño eres, quién coño fuiste. Una llamada de tus padres, en su buzón una invitación. Otra boda, pero esta vez lejana, en Finlandia. Esteban Valpaus y Aira Vuori se complacen en etcétera. Mis padres no podían ir por problemas de salud de madre, yo, después de hablar con Esteban, y con Ana alguna que otra vez, decidí pasar allí mis vacaciones.

De los años jóvenes saqué el gusto por los idiomas, por la sonoridad, en especial por el sonido entre gutural y dulce de las lenguas del norte y me dedique, por gusto y por profesión, a ello. Aunque el fines no era mi especialidad podía defenderme, así que moverse por Helsinki y atravesar el país no me costó mucho. Llegar al pueblo de Salamajärvi, junto al lago, cerca de la reserva natural, de los bosques, es llegar a un mundo nuevo, en el que ya estuvimos en la infancia, soñando. El reencuentro, las historias de tantos años. A veces los más lejanos son los que siempre han estado allí, los íntimos otra vez. Me hubiera gustado hablar más con Esteban y con Aira, pero entre la boda y terminar sus trabajos antes del viaje no les dejó mucho tiempo. Disfrutamos, viajamos un poco, nos emborrachamos. Lo normal entre viejos amigos reunidos de nuevo.

Tras la boda fui un par de semanas al pueblo de Hautala, cercano, donde Ana tenía con su compañero, Teemu, (no se habían casado) una pequeña casa y su parcela a la orilla de un lago. Ana era hermosa aún, arrugada la cara, los hombros fuertes todavía, los ojos llenos de recuerdos, de lugares. No era un paraíso, no existe el paraíso, pero allí encontró una vida y la hizo suya. Marga, silenciosa, pero no aburrida, nos acompañó sólo la última semana. El jueves Teemu marchó unos días por trabajo, dejándonos disfrutar más de nuestra pequeña compañía. Una noche, en el comedor que esperas que tenga una casa de madera cerca de Laponia, el viento sonando, la chimenea encendida, les hable del pueblo, deambulando, detalles sin interés, pequeñas tonterías que parecían importantes, tantos años después. Les conté como crecía, y la nueva urbanización. Ahora construyen bajo la colina de San Jacobo. En su silencio les hablé de lo excavado, las dimensiones, los campos donde jugábamos eran ahora zanjas y vallas. Mirando el fuego expliqué lo ocurrido hacía tres meses. El hallazgo, la foto en el periódico local del cráneo desnudo, las suposiciones, el difuminarse de la noticia, y cómo se cerró la investigación por el inspector jefe, a la sazón mi padre, al no encontrar pruebas de nada y tener el cadáver más de veinte años, prescrito ya cualquier delito. No les dije que al ver la foto en mi apareció un rostro real, ya olvidado, el ogro que quiso volver, pero no pudo, ni mis conversaciones con padre y madre. No hacía falta. Ana cerraba los ojos, una pequeña lagrima hubiera aparecido de repente, si la hubiera dejado correr. Me miró, y con una sonrisa me dio un beso en la frente, largo, eterno.

Marga se levantó a agitar el fuego mientras ella marchaba a dormir. El viento rugió durante casi una hora, ella allí, entre el fuego y mi lugar. Poco a poco fue moviendo su jersey hasta descubrir la espalda. Aun se notaban algunas cicatrices, cruzando de lado a lado. Las peores están dentro, parecía que cantaba, una canción triste, en las pesadillas en que me despierto siendo violada de nuevo, sudando frío y sangre. En los años en que no he sido capaz de abrazar a ningún hombre. En el dolor por lo hecho, en el dolor por la alegría de haberlo hecho. La amarga alegría de vivir.
Solo, mirando el fuego mientras los pasos se iban, buscaba palabras, sentimientos. Dudaba del porqué haber contado aquello. Padre y madre me lo habían indicado así. Ellos conocían más a Ana, la trataban a menudo. Ellos sabían, yo solo recordaba difusamente desde los ojos del niño. La noche es corta en Finlandia, el día llega, y el sol seca los recuerdos, las lágrimas.

El último día que iba a pasar allí no vi a Ana. Marga y yo andábamos, hablábamos, reímos y silenciamos el bosque. Sentados frente al agua dejamos que la oscuridad se acercara, tenue, y el sol apenas quisiera esconderse en una lejana colina. Muchas noches despertaba con el peso de su brazo en el día de la despedida sobre mi cuello, solo en mi cama, intentando que no se marchara la sensación. Cuando esta noche puso su brazo alrededor no fue extraño, no hubo escalofrío, al contrario, era como las cosas a las que estas acostumbrado y no notas, pero sí sientes. Se lo intente contar, y tras el silencio reímos mientras mirábamos el azul, y dejamos que volviera la niñez. Dos niños que se miraron, dos niños que acercaron sus bocas. Un beso que me sabía a sandía y manzana. Fue su primer beso. Fue nuestro último beso, como niños.

Dentro de un año estamos en esa colina, frente a la casa, conociéndonos como adultos, haciendo el amor al rimo de las estrellas. Y a un año le sucederá otro, y otro, después.

martes, agosto 22, 2006

El pequeño huesped

Vuelve a llover, humedo sobre los campos eternos, cruzados de viejos palacios, gentes que caminan sin buscar donde, vacas sagradas que miran tu perturbadora imagen. Vuelve a llover, otra vez.
Cuentan que cada vez que te llueve, durante las seis horas seguidas en que lo hace, caen entre doscientas (!nunca menos!) y dieciseismil millones de gotas de agua, de peso inferior al gramo, livianas, puras, frescas en el calor del monzón. De todas ellas, en unos pocos centenares viajan los pequeños huespedes.
Los pequeños huespedes emigraron desde las tierras altas al cielo azul hace trece siglos. Un día, mirando el reflejo del sol al caer en los meandros del ganges, se sintieron ligeros, embriagados, borrachos de luz, y se dejaron llevar por el viento del norte. Trece siglos en lo alto, mirando el eterno fulgor de las estrellas. A veces sienten la sed, el ansia, perciben lejos lo imperceptible. Y se dejan caer. En cada gota un pequeño huesped que vuelve a la tierra madre, pleno de luz por unos siglos más. En cada cristal de agua una vida que desciende entre millones de estériles gotas.
Y en un último esfuerzo rozan los dedos del viejo amante, el viento del norte, y surcan la marea que cae hasta decender, suavemente, sobre tu pelo. Esa gota que sentiste diferente, esa que se posó y te hizo surgir un escalofrio desde el fondo de la nuca.
El pequeño huesped navega entre tus cabellos, baja por tu frente, alejándose de tus ojos, circunvalando tu sonrisa, y se deja deslizar por tu hermoso cuello eterno, para sumergirse en la calided de tu seno, junto a tu corazón.
Busca la compañía para la que nació, y, quizas, ama lo que merece ser amado.
En las noches calidas, al despejar las nubes, el pequeño huesped abandona tu seno y busca en tus ojos el color de las estrellas.

lunes, agosto 07, 2006

El sentido

¿Qué sentido tiene el escribir, pensar, divagar, canturrear, gritar, susurrar, pintar y todos esos cientos de verbos que podriamos usar para explicar lo que transmitimos en este pequeño espacio que será propio y ajeno?
Propio por lo que uno va dejando, sea suyo, sea real, sea inventado, simplemente imaginado. Sea éste el pensamiento, sea simplemente una actuación en la mente de alguien diferente.
Ajeno por quedar ahí, libre de la lectura de otros ojos, poseido, si es tal menester, por otras mentes, olvidado en este eter eléctrico, perdido entre las tablas de esta red, de este mundo de pantallas y teclados.
¿Sentido? ninguno, supongo, pero qué sentido tiene vivir salvo seguir viviendo (VIVIENDO, si pudiera ser).


Un instante doloroso, una punzada que le entra por la retina vidriosa, el calor que ablanda el plástico azul. Tartufo despierta a un nuevo día mirando por la inalcanzable ventana. Deja que el cielo azul seque sus estériles lágrimas. Sueña sin saber que sueña, temblando mientras desde las tablas es observado, miles de ojos en los nidos de araña. Padre y madre, nota el calor de su compaña.
Tartufo espera, siempre, a que se apague otro día.

miércoles, agosto 02, 2006

Salutaciones

y buen tiempo.